Ordenaciones presbiterales (mayo 2011)

Homilía que pronunció Mons. Javier Echevarría en la basílica de san Eugenio (Roma) el 14 de mayo de 2011.

1. Queridos hermanos y hermanas. Queridísimos ordenandos.

Pienso que todos tenemos el corazón repleto de alegría por la ordenación presbiteral que van a recibir estos hermanos nuestros. Mientras se les llamaba por su nombre y respondían con el adsum!, ¡aquí estoy!, ha acudido a mi mente el momento en el que Jesucristo ha dicho a sus Apóstoles: ¡sígueme!; lo ha dicho también a aquel muchacho que no ha sabido ser generoso. Me ha impresionado lo que recuerda el Evangelio: el rostro de Cristo era gozoso (cfr. Mc 10, 21), lleno de alegría, viendo a las personas que si se habían decidido a seguirle. Recemos por estos hermanos nuestros, para que sean muy fieles y respondan con un ¡aquí estoy! a todas las llamadas que les dirigirá el Señor a todos ellos, en el ministerio sacerdotal. Serán ciertamente buenos pastores, porque la gracia de Dios no les faltará.

La imagen del pastor es clásica en la tradición bíblica y cristiana. Ya en el Antiguo Testamento, a los reyes, a aquellos que protegían al pueblo, se les designaban como pastores, siguiendo una antigua costumbre del Oriente medio. También Moisés, a quien el Señor puso al frente de su pueblo para liberarlo de la esclavitud de Egipto, había desempeñado el oficio de pastor; e igualmente se puede decir de David, a quien Dios mismo eligió con la promesa de que de su descendencia saldría el Mesías. Y en los tiempos del exilio en Babilonia, los profetas anunciaron que el Señor mismo , de según su gran corazón, quien guiaría al pueblo con la ciencia y la doctrina (cfr. Jr 3, 15) por medio de los pastores.

Eran alusiones, más o menos claras, a Jesús, nuestro Pastor, que ha subido a la cruz para dar su vida, para que nosotros la recibamos y la conservemos. San Pedro, como hemos escuchado en la segunda lectura, dice: Él no cometió pecado, ni en su boca se halló engaño, exclama San Pedro. Subiendo al madero, Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo, para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia (1 Pe 2, 24).

En este tiempo pascual conmemoramos la victoria de Cristo. Hoy, repito, le damos gracias de todo corazón, porque —además de redimirnos— ha querido que en su Iglesia, mediante un específico sacramento, hubiese buenos pastores que nos administrasen los sacramentos en el camino de nuestra vida. ,Jesús mismo, a través de los obispos y presbíteros, prosigue ahora en la tierra su misión salvadora, dispensándonos la gracia que nos mereció en la Cruz. Por sus llagas —concluye San Pedro en la segunda lectura de la Misa— fuisteis sanados. Porque erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y Guardián de vuestras almas (1 Pe 2, 24-25).

¡Qué eficaz es la Cruz del Señor! Mirando ahora al Crucifijo, vienen ganas de renovar nuestra promesa de fidelidad, de darle gracias y decirle que estamos junto a Él y no queremos dejarle solo Como tantas veces nos decía San Josemaría, y lo repetía para todos: «Ser cristiano —y de modo particular ser sacerdote; recordando también que todos los bautizados participamos del sacerdocio real— es estar de continuo en la Cruz»[1]. No es una tragedia, porque éste es el camino que Él ha elegido para devolvernos la felicidad que habíamos perdido por el pecado.

2. Hace algunos años, administrando el sacramento del Orden, Benedicto XVI subrayaba este maravilloso pasaje del Evangelio del Buen Pastor, que hemos escuchado Recemos por él todos los días, recemos ahora mismo por el Papa, para que el Señor lo asista y pueda llevar a cumplimiento el gobierno de toda la Iglesia, ayudar a toda la humanidad. Refiriéndose a los ordenandos, y tomando ocasión de las palabras del Evangelio, decía: «El Señor nos dice tres cosas sobre el verdadero pastor: da su vida por las ovejas; las conoce y éstas le conocen a Él; y está al servicio de la unidad»[2]. Os pido una vez más oraciones por estos sacerdotes que recibirán la ordenación dentro de poco; y recemos por todos los sacerdotes del mundo. Que ni uno solo deje de recibir el auxilio de nuestra oración, de nuestro recuerdo, de nuestra ayuda.

En primer lugar, el Evangelio nos dice que el Buen Pastor da la vida por las ovejas. Esto significa que «el misterio de la Cruz —decía el Papa—está en el centro del servicio de Jesús como pastor: es el gran servicio que Él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no en un pasado lejano»[3]. ¿Dónde? En la Santa Misa. ¿Qué es la Santa Misa, en efecto, sino la presencia del Sacrificio del Calvario, que se actualiza de modo sacramental en nuestros altares por mediación de los sacerdotes? Por eso, hijos míos diáconos, desde este momento, renovad el propósito — que ya fomentabais como cristianos— de seguir de cerca, muy de cerca, el ejemplo de Nuestro Señor. A partir de hoy, la celebración cotidiana de la Eucaristía ha de ser —especialmente para vosotros— el momento central de cada jornada; y también debe ocurrir en todos que la Santa Misa sea el centro y la raíz de nuestra vida, de cada día de nuestro caminar terreno. A todos os pido que vuestra existencia se funda con la de Jesús eucarístico.

Me vienen a la cabeza (las tengo escritas aquí) unas palabras de San Josemaría, que amaba apasionadamente el sacerdocio y a sus hermanos en el sacerdocio. Decía: «Un sacerdote que vive de este modo la Santa Misa —adorando, expiando, impetrando, dando gracias, identificándose con Cristo—, y que enseña a los demás a hacer del Sacrificio del Altar el centro y la raíz de la vida del cristiano, demostrará realmente la grandeza incomparable de su vocación, ese carácter con el que está sellado, que no perderá por toda la eternidad»[4].

El Buen Pastor —añadía el Papa luego, siguiendo el Evangelio— conoce a sus ovejas y éstas le conocen a Él. Es la segunda característica señalada por Jesucristo. La Iglesia, hijos míos, os confiere la misión de servir a todas las almas, y concretamente, de modo especial, a los fieles de la Prelatura del Opus Dei, para cuyo servicio recibís hoy la ordenación presbiteral. Habéis entrado en el redil por la puerta, que es el mismo Jesucristo, mediante la especial identificación con Él en el sacramento del Orden presbiteral. Y esto os exige el deber de preocuparos de las almas que se os confíen, una por una.

Repasad el consejo que daba nuestro Padre, que tanto ha rezado por vosotros, por sus hijos sacerdotes, Decía: «Es preciso que seamos como el cañamazo, que no se ve, para que los demás brillen con el bordado del oro y de las sedas finas de sus virtudes, sabiendo ponernos en un rincón, a fin de que vuestros hermanos luzcan con su trabajo profesional santificado, en su estado y en el mundo, de modo que podáis decir: pro eis ego sanctifico meipsum, ut sint et ipsi sanctificati in veritate(Jn17, 19); por amor de ellos me santifico a mí mismo, para que sean ellos santificados en la verdad»[5].

3. La preocupación santa por el pusillus grex, por el pequeño rebaño que la Iglesia os confía, lleva a la tercera característica señalada por el Papa: el amor a la unidad. San Josemaría insistió mucho en que los sacerdotes han de ser instrumentos de unidad. Ejercitad vuestro ministerio con esta característica tan propia del buen pastor, que se desvive por todos, sin distinciones. Y, lógicamente, permaneced estrechamente unidos al Romano Pontífice y a los Pastores de las Diócesis en las que desarrollaréis el ministerio. Aquí, en Roma, recemos también por el Cardenal Vicario.

Como los demás sacerdotes del Opus Dei, no os limitéis a atender las necesidades espirituales de vuestras hermanas y de vuestros hermanos, y de las almas que acudan a vosotros. Vuestro corazón, unido al Corazón de Jesús, os impulsará a llegar más lejos, a estar disponibles para todos; más aún, yendo a buscarlos.

Decía San Josemaría con mucha claridad: «Así seréis siempre instrumentos de unidad y de cohesión: con vuestro sentido sobrenatural de la vida, con vuestra oración, con el ejemplo constante de vuestro encendido trabajo sacerdotal, con vuestra caridad amable, con vuestra mortificación, con vuestra devoción a la Santísima Virgen, con vuestra alegría y vuestra paz»[6].

Felicito de todo corazón a los padres, hermanos, hermanas y parientes de los nuevos sacerdotes: tendréis un intercesor especialmente cualificado ante el Señor. Al mismo tiempo, todo hemos de rezar por ellos más que antes, pues es grande la responsabilidad que han asumido. Os rogué antes que no dejéis solo a Jesús. Os pido que no dejéis solos a estos hermanos nuestros que han emprendido este camino para ser Cristo en la tierra, a través del ministerio sacerdotal.

Recemos también para que el Señor envíe abundantes vocaciones sacerdotales; también al Seminario Romano. Pidámoslo hoy y cada día a la Santísima Trinidad, a través de la Bienaventurada Virgen María. Recomienda nuestro Padre, y acabo así: «Pide que sean alegres, operativos, eficaces; que estén bien preparados; y que se sacrifiquen gustosos por sus hermanos, sin sentirse víctimas»[7].

Estamos recorriendo el mes de mayo. ¡Cuántas cosas habremos dicho a la Virgen!; ¡cómo habremos rezado para que Ella nos asista, como Madre de Dios y Madre nuestra! Encomendemos a la Santísima Virgen, Madre de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, la fidelidad y la santidad de estos hijos suyos. Que Ella los proteja y nos acompañe a todos. Sea alabado Jesucristo.

[1] San Josemaría, Forja, n. 882.

[2] Benedicto XVI, Homilía, 7-V-2006.

[3] Ibid.

[4] San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[5] San Josemaría, Carta 8-VIII-1956, n. 8.

[6] Ibid.

[7] San Josemaría, Forja, n. 910.