La llegada de Dora a una residencia del Opus Dei

Los centros aumentaban y, por tanto, crecía la necesidad de personas que sacaran adelante el trabajo de la Administración. San Josemaría se esforzó para que las mujeres que se dedicaban a estos trabajos adquieran profesionalidad, pero no era fácil. Se requería algo más.

El paulatino desarrollo de las administraciones

Esta aventura divina de servicio en la Obra, que es la atención de las administraciones de los centros, corrió un no pequeño peligro. Ese frágil instrumento humano no se hallaba todavía templado por el uso, pero de allí saldría el futuro vigor y la fecundidad del apostolado de los apostolados. Como había prometido el Padre, pronto se puso remedio a la lamentable condición material del servicio en la Residencia La Moncloa.

El Padre seguía atento al paso y progreso de la Administración. Todo lo referente a la cocina era cuestión que consideraba de particular importancia, porque un posible mal funcionamiento de la cocina repercutiría desfavorablemente en el apostolado y en la economía de toda la Residencia.

Raigambre, profesionalidad y algo más

Ese prolongado esfuerzo por lograr un aceptable nivel en el servicio de las Administraciones duró años. En buena parte era debido a que no se disponía ni de los medios adecuados ni de la experiencia necesaria. Era evidente que las empleadas del hogar contratadas carecían de preparación, las más de las veces, y había que enseñarles desde un principio los rudimentos de las tareas domésticas. Para convertir aquella plantilla de servicio en un equipo eficaz se requería raigambre y profesionalismo y, mejor aún, si el personal se movía por más altos principios. El apostolado de apostolados, en una palabra, acusaba un enorme vacío: se necesitaban mujeres entregadas en cuerpo y alma, profesionalmente, al trabajo específico de administrar los centros del Opus Dei.

Hasta que algunas de las empleadas hicieron de ese trabajo doméstico el medio profesional de su santificación y apostolado en el Opus Dei, pasaron cerca de cuatro años.

Llegada de Dora a la residencia de estudiantes

Tan feliz etapa también tuvo sus principios en la época de los "desastres". A poco de comenzar el curso, con cerca de un centenar de residentes, un grupo de empleadas vascas regresaron desilusionadas a su tierra. Don Josemaría se fue inmediatamente a ver a la Madre General del Servicio Doméstico. No estaba la Superiora, pero expuso el caso a la Madre Carmen Barrasa, que prometió enviar cuanto antes alguna ayuda.

Por fortuna acababa de enterarse la religiosa de que Dora, empleada en casa de los duques de Nájera, estaba libre por esos días. Era realmente una chica excepcional y la Madre Barrasa estaba dispuesta, de verdad, a hacer un favor a don Josemaría. Habló con Dora, y tanto le insistió que, aunque no llegó a convencerla, consiguió al menos que se fuese por una corta temporada a la Residencia de la Moncloa.

Con un par de maletas y un buen vestido se presentó en la Moncloa, ante la mirada un tanto sorprendida deEncarnita. Después de decirle que venía de parte de la Madre Barrasa hizo breve mención de su currículo profesional. Tenía 29 años, se llamaba Dora del Hoyo, había nacido en Riaño (León) y trabajado en varias casas particulares; últimamente en la de los duques de Nájera. (Lo que no contó Dora es que si estaba allí era por no dejar mal a la Madre Barrasa; ni que pensaba volver pronto a casa de los Nájera).

¿Para qué?

En cuanto Dora recorrió la zona de la administración se dio cuenta, sin necesidad de explicaciones, del abundante trabajo y de la escasez de mano de obra que allí reinaban. A la recién llegada le dio mucha pena ver a aquellas mujeres jóvenes, con unas empleadas inexpertas y con faena hasta las cejas. Porque el sueldo era ajustado, los dormitorios del servicio —como era entonces corriente—, comunes; y todo se contaba por centenares: ropa que lavar o comida que preparar y servir. Y todo, ¿para qué?

Inconscientemente, debió retenerla la callada lección de aquellas administradoras azacanadas con alegría y señorío en el trabajo, por servir a estudiantes desconocidos. Y eso es lo que movió a Dora: su compasión; tener un corazón muy grande.

Al cambiarse de ropa pasó la primera prueba de fuego. Acostumbrada a los uniformes de doncella de casa adinerada y aristocrática, limpios, bien planchados y con encajes, algo muy extraño sintió al embutirse en una bata que no le sentaba nada bien.

«Bueno, hoy me quedo y ayudo lo más que puedo, pero mañana me marcho» pensaba Dora.

Carácter, autoridad y delicadeza

El pundonor profesional, sin seria preparación, le hacía demorar la resolución de irse definitivamente de esa Residencia. En el fondo Dora era un regalo de Dios, como refiere Encarnita, pasmada por sus saberes y virtudes domésticas: «Dora tenía un corazón de oro y trabajaba divinamente: dominaba la plancha, la tintorería, la costura; limpiaba con extraordinaria perfección; servía la mesa sin el menor fallo; sabía mucho de cocina. Y además su comportamiento era respetuoso, natural, y sabía enseñar a las otras chicas con autoridad pero unida a una gran delicadeza. Es verdad que tenía un carácter fuerte, pero también luchaba por dominarse.

La última moda

La primera semana que decidimos hacernos cargo de la ropa, Dora propuso almidonar las pecheras de todas las camisas blancas, que era la última moda. Aun sin planchero, organizó el trabajo aprovechando minutos libres: un rato por la tarde y otro por la noche y utilizando las mesas del comedor y la placa de la cocina. Fue enseñando a las demás chicas que no sabían hacerlo y la idea tuvo éxito ruidoso entre los residentes. Se había ido encariñando tanto con la casa, que decidió no marcharse hasta que el curso terminara».

Oración por Dora

Tan pronto estuvo organizado todo el servicio y funcionando sin mayores problemas la administración de la Residencia, el Padre, que les hacía una visita semanal, animó a sus hijas para que preparasen espiritualmente, más a fondo aún, a las empleadas del hogar, por si Dios, en su bondad, concedía a algunas la posibilidad de seguir esa tarea profesional ya como fieles de la Obra. «Desde aquel momento —cuenta Encarnita— la vocación de Dora ocupó muchas horas de nuestra oración y del trabajo; nuestro Padre la llevaba encomendando más tiempo».

Cuando se instaló en Bilbao la Residencia de Abando, en 1945, allá fueron voluntarias Dora del Hoyo y Concha Andrés. El 18 de marzo de 1946 pidieron ambas por carta al Padre, que estaba en Madrid, incorporarse al Opus Dei. El Padre recibió las cartas al día siguiente, fiesta de San José; y, según dijo, «aquellas dos cartas habían sido el mejor regalo de todos los días de su santo».

Cuando Dora y Concha Andrés se presentaron en Madrid, de paso para Los Rosales, Concha no pudo menos de contarle al Padre, con sinceridad, su desasosiego. Recibían clases de latín; pero el latín estaba por encima de sus posibilidades, era algo fatal. El Padre, con una sonrisa le devolvió la paz: hija mía, no te preocupes; si no se te da bien, no lo hables.

En el verano de 1946 se juntaron en Los Rosales las primeras numerarias auxiliares: Dora, Concha, Antonia Peñuelas, Rosalía López y Julia Bustillo.

Toda su vida estuvo viendo aquella última manifestación de su paternidad espiritual con la sorpresa de quien asiste al nacimiento de una vena de agua virgen. Esto le sucedía al leer las cartas de alguna de sus hijas, de escritura vacilante, y los renglones en cuesta: Me emocionaron —escribía a sus hijas en 1946.

Aquel soñar, desde el 14 de febrero de 1930, era ya una realidad firme y consistente.