Mientras pueda seguir trabajando, lo haré

"Me llamo Obdulia Rodríguez Rodríguez. El 16 de abril cumplí 59 años en la Obra”. Así, con decisiva parquedad, la Doctora Obdulia resume toda una vida de fidelidad en la que ha convivido muy de cerca con el dolor y la caridad gracias a su trabajo como dermatóloga especializada en lepra, profesión que la llevo a conocer el Opus Dei.

La Dra. Rodríguez, de 91 años, aún desempeña su profesión en el Centro Dermatológico Dr. Ladislao de la Pascua

¿Cómo fue su primer acercamiento con la dermatología?

Yo no iba a ser dermatóloga, quería ser internista y me gustaba mucho la cardiología, pero cuando era estudiante me tocó estar, en lo que ahora sería la residencia de pregrado, en el pabellón once de dermatología del Hospital General de México. En aquel tiempo teníamos que estar tres meses en un servicio de medicina interna, tres meses en uno de cirugía y los otros seis meses en dos de especialidad (tres meses en cada una). Antes de hacer medicina interna, hice dermatología. Yo consideré que era una suerte de “perro amarillo”, que era horrible tener que estar allí, pero mi madre me dijo: “Mira, tú siempre habías tenido el deseo de hacer la residencia en el Hospital General, ya lo has conseguido. Nada de lo que aprendas te sobra. Yo creo que una cosa que has aprendido con el tiempo es que debes estudiar más lo que menos te gusta, porque lo que te agrada lo vas a seguir viendo, pero si no ves ahora lo que no te gusta, ya no lo vas a ver. Así que nada te sobra”.

Estuve allí y cuando terminamos los tres meses, el jefe del servicio, que era un gran médico, un gran dermatólogo, don Salvador González Herrejón, nos dijo que nos quedáramos en dermatología otros tres meses, que podíamos aprender más y no nada más un poquito. Nos quedamos. Hice seis meses de dermatología y seis de medicina interna… ya no hice cirugía

La Dra. Rodríguez, de 91 años, aún desempeña su profesión en el Centro Dermatológico Dr. Ladislao de la Pascua

¿Y con la lepra?

En ocasiones llegaba algún enfermo y uno de los dermatólogos del servicio nos dictaba la descripción del caso y el diagnóstico. Un día el doctor Escalona me dijo: “Diagnóstico: L”. Cuando se fue el paciente le pregunté qué era eso de “L”, y me contestó “lepra”. Yo me levanté a lavarme las manos y él  me dijo que no me preocupara porque la lepra “es la menos contagiosa de las enfermedades transmisibles”. Me empezó a explicar y me interesó mucho la lepra. Mi tesis fue sobre la lepra y los niños.

En 1951 me dieron una beca para ir a Carville, Estados Unidos, al sanatorio para enfermos de lepra de allá, para que viera cómo estaban administrando el Promín, el primer fármaco que dio buen resultado en la lepra. En alguna ocasión uno de los médicos del hospital comentó que a la dermatología sólo se dedicaban los tontos; me molestó tanto que comprendí que me gustaba la dermatología. Como lo que estaba más cerca de la lepra era la dermatología y sabía que de lepróloga no iba a ganar lo necesario como para mantener a mi madre… La mayor parte de los enfermos de lepra en aquella época era gente de muy pocos recursos, así que decidí dedicarme a esta especialidad. Don Salvador González Herrejón insistió mucho en que me dedicara a ella porque era mejor para una muchacha, sobre todo porque no tiene muchas emergencias. Por eso soy dermatóloga y no me he arrepentido nunca. 

  ¿Cómo conoció a Guadalupe Ortiz de Landázuri y al Opus Dei?

No iba mucho a misa. Cuando estaba haciendo mi maleta para irme a Estados Unidos con la beca, mi madre puso el velo, un frasco con agua bendita y mi misal. Le pregunté que para qué quería yo eso. Me contestó: “Mira, yo nunca te he insistido en que vayas a Misa ni nada porque, como te he dicho, edad tienes, pero en Estados Unidos tienen la idea de que los mexicanos somos muy buenos católicos y tú no vas a dejar mal a tu país, así que hazme el favor de ir a misa”.

El hospital de Carville estaba atendido por las Hermanas de la Caridad y era una cosa realmente impresionante ver cómo trataban a los enfermos. Ellas estaban muy bien preparadas como enfermeras, pero también tenían un buen grado de cultura. Un día, una de ellas estaba curando a un enfermo de lepra y éste se quitó la curación siete veces, y siete veces la hermana se la volvió a poner, al final, ya un poco molesta, le dijo: “Fred, déjese curar”. Además, el enfermo le decía muchas pesadeces. En la tarde yo fui a ver al paciente y le dije: “Esto que usted hizo en la mañana estuvo muy mal. La hermana tenía treinta enfermos más por curar y usted se quitó la curación y le estuvo faltando al respeto. Así que mañana, cuando lo cure, me va a hacer el favor de pedirle perdón”. Al otro día, el enfermo le pidió perdón, pero ella le dijo: “No, Fred, el que me tiene que perdonar es usted, porque perdí la paciencia”. Esas cosas me ayudaron.

Un día le pregunté a la hermana qué se necesitaba para ser hermana de la caridad y me dijo que era necesario tener vocación. Días después me pregunto si me gustaría ser hermana de la caridad y le contesté que no me disgustaría. “Le voy a pedir a Dios que le dé la vocación para entregarse a Él, pero en una institución en donde usted no deje de ejercer su profesión”.

Cuando regresé a México le dije a mi madre que quería hacer unos ejercicios de encierro –así se llamaban entonces, no retiro– y que le iba a preguntar a Rosa, una amiga, si ella sabía de algún lugar en que pudiera hacerlo en Semana Santa. Mi mamá nunca fue capaz de decirme “ahora sí vas a misa”, ella callaba y hacía muy bien, porque era como ver las cosas con naturalidad. Le pregunté a Rosa y me habló al consultorio para darme la dirección… era la casa de Copenhague, la primera residencia del Opus Dei que hubo en México. 

Guadalupe Ortiz de Landázuri inició la labor femenina del Opus Dei en México.

Fui a los ejercicios en la Semana Santa de 1953. Allí conocí a Guadalupe. Me quedé un poco relacionada con ella porque me pidió que fuera a dar consulta a un dispensario en San Joaquín… no había tal dispensario. Yo iba con mi maletín al lugar donde ellas daban catecismo y buscábamos si había algún enfermo. Después sí hubo dispensario. Así conocí el Opus Dei.

Cuando pedí la admisión a la Obra era consciente de lo que estaba haciendo y sabía perfectamente lo que significaba comprometerse. Desde niña me enseñaron que cuando uno se compromete a algo es porque lo ha pensado y, en este caso, que era para toda la vida. Y aquí estoy.

¿Qué le ha aportado a su vida profesional ser del Opus Dei?

Me ha ayudado a comprender que nosotros no somos más que un instrumento en las manos de Dios. Siento mucho no haber sido un mejor instrumento. 

¿Cómo es posible encontrar a Dios en medio del dolor?

¿Cómo que cómo? Cuando usted ve un Crucifijo, tiene ahí el mejor libro del dolor. Si nosotros fuimos redimidos por la Pasión y Muerte de Cristo, fue precisamente porque sufrió en forma indecible. En la flagelación recibió golpes que ningún ser humano puede aguantar. Podía haberse muerto allí. Si Dios consideró que era necesario el dolor para redimirnos, tiene que tener un valor muy grande.

Puedo decir que he visto morir gente santa, y no de la Obra, gente común y corriente, y cómo llevaban la enfermedad, y cómo sufrieron, y cómo murieron. El médico, si tiene cierta capacidad, aprende también de los enfermos, no medicina, sino cómo vivir la vida. El contacto con los enfermos de lepra, para mí, fue lo más importante que me ha tocado hacer en mi vida porque como eran enfermos crónicos, llega usted a ser no nada más su médico, sino su amigo. Y entonces conoce uno toda su vida y sus problemas.

Recuerdo a un paciente que ya en tratamiento, prácticamente ya estaba curado, me preguntó que si se podía casar. Le contesté que sí.

-  Lo que pasa es que no sé cómo decirle a ella que he tenido lepra.

-  No se lo diga. No se le nota y está prácticamente curado.

-  No, doctora. Yo no quiero empezar mi matrimonio sin que ella sepa todo lo mío y quiero decírselo. Lo único que me detiene es que no sé cómo y quiero pedirle a usted que se lo diga. 

La muchacha vino, hablé con ella, le expliqué todo y, al final, lo único que le dije fue: “Si usted no se casa con él, es usted una tonta, porque hombres como éste no hay muchos”.

¿Hasta cuándo piensa seguir trabajando?

De pensar, pues hace tiempo hubiera dejado de hacerlo, pero las cosas se han ido comprometiendo y hay que seguirle. Mientras pueda, lo haré.