Se cumplen 70 años de la llegada se san josemaria a Roma

Contra viento y marea, san Josemaría llegó a Roma el 23 de junio de 1946, después de la travesía de Barcelona a Génova, en un buque destartalado y azotado por la tempestad.

Pilar Urbano, periodista y escritora, relata en El hombre de Villa Tevere, la llegada a Roma de san Josemaría por primera vez después de la travesía de Barcelona a Génova, en un buque destartalado y azotado por la tempestad.

Recorrido fotográfico del viaje de San Josemaría a Italia

Acodados sobre las viejas barandas del J.J. Sister, en la borda de babor, el sacerdote Josemaría Escrivá de Balaguer y el jovencísimo catedrático de Historia del Derecho, José Orlandis, miembro del Opus Dei, respiran una bocanada de aire marino, a pleno pulmón. Se miran y sonríen. Cerca de ellos algún pasajero comenta: «después de la tempestad, viene la calma». El tópico, esta vez, resulta cabalmente descriptivo. Han vivido veinte horas de tremenda zozobra, sacudido el pequeño vapor-correo por una violenta tramontana que soplaba desde el golfo de Lyon. El J.J. Sister, con fama de saltarín y bailador, ha mantenido su pabellón contra el viento y la marea, aunque la vajilla y la cristalería del comedor se hicieran añicos, las olas barriesen la cubierta, los muebles de la cámara rodaran de un extremo a otro… Todo el pasaje y la tripulación, desde el capitán hasta el último marinero, han sufrido los estragos del mareo. En plena zarabanda del temporal, Josemaría Escrivá le comentó a José Orlandis, con buen humor:

-¿Sabes lo que te digo? Pues que, si nos vamos al fondo y nos comen los peces… ¡Perico Casciaro no vuelve a probar la pescadilla en toda su vida! (1)

El fundador del Opus Dei llegó a Italia a bordo del barco llamado J.J. Sister.

Son las cinco de la tarde de un cálido día de junio, sábado 22, de 1946. El sol cae a plomo, pero la brisa de altamar hace agradable estar sobre cubierta. El J.J. Sister viaja rumbo oeste-este, de Barcelona a Génova.
Hace ahora tres años, otro joven del Opus Dei, Álvaro del Portillo, recorría esta misma ruta, pero en avión y en pleno fragor de la guerra. Del Portillo no se inmutó: «Yo tenía la seguridad de que no pasaría nada: llevaba todos los papeles…» (2) Sí, cierto: él llevaba consigo todos los papeles, todos los documentos que debía presentar ante la Santa Sede para obtener el nihil obstat, la luz verde a la erección diocesana de la Obra. En aquellas fechas el Opus Dei sólo contaba con una aprobación, muy de circunstancias: una especie de salvoconducto otorgado por monseñor Eijo y Garay, obispo de Madrid-Alcalá, que le permitía desenvolverse dentro de los límites de una «Pía Unión». Algo a todas luces insuficiente para la dimensión universal que exigía la naturaleza de la Obra.

«La Obra -escribiría después Escrivá de Balaguer- aparecía, al mundo y a la Iglesia, como una novedad. La solución jurídica que buscaba, como imposible. Pero, hijas e hijos míos, no podía esperar a que las cosas fueran posibles. “Ustedes han llegado -dijo un alto cargo de la Curia Romana- con un siglo de anticipación.” Y no obstante, había que tentar lo imposible. Me urgían millares de almas que se entregaban a Dios en su Obra, con esa plenitud de nuestra dedicación, para hacer apostolado en medio del mundo.» (3)

El Portone di Bronzo se ha cerrado, no porque el que llama llegue tarde, sino porque llega demasiado pronto. Pero las obras de Dios no pueden cruzarse de brazos. Aunque ya ha enviado una carta al Padre, no fiándose demasiado del pésimo correo de la posguerra, Álvaro del Portillo, entrega otra en mano a un diplomático español que regresa a Madrid. «Yo ya no puedo hacer más… ahora le toca a usted.» (4) Y aunque sabe que el Padre está seriamente afectado por una diabetes mellitus, le expresa la conveniencia de que se desplace a Roma.

Nada más recibir esas dos misivas, el Padre reúne en un centro del Opus Dei, en la calle de Villanueva, de Madrid, a los que entonces forman parte del Consejo general de la Obra. Les lee las cartas de Álvaro y les expone sin paliativos el dictamen desfavorable de los médicos a que emprenda ese viaje. El doctor Rof Carballo le ha dicho: «Yo no respondo de su vida.»

Son chicos jóvenes los que integran el gobierno de la Obra, pero tienen la madurez de la vida interior. Estrujándose el corazón, ponen por delante las exigencias de una misión que les trasciende. Sin dudarlo un instante, se adhieren a lo que adivinan que el Padre desea hacer. Y le animan a zarpar cuanto antes.

-Os lo agradezco. Pero hubiese ido en todo caso: lo que hay que hacer, se hace. (5)

Esto es el lunes 17 de junio de 1946. En cuestión de horas se tramitan los visados y los pasajes. El miércoles 19, a las tres y media de la tarde, el Padre sale por carretera hacia Zaragoza. Desde allí sigue a Barcelona para embarcar en el J.J. Sister hasta Génova. Y finalmente, también por tierra, cubrirá la última etapa de ese larguísimo viaje que le lleva a Roma. Ahora se realizaría en un breve vuelo de Barajas a Fiumicino; pero entonces, recién terminada la guerra mundial, sin comunicaciones aéreas comerciales entre España e Italia, e interceptada la frontera con Francia, tenía que ser así.

En ruta, Josemaría quiere detenerse en tres santuarios dedicados a la Madre de Dios: en Zaragoza, el Pilar. Al paso por los Bruchs, una desviación hasta Montserrat. Al fin, en Barcelona, visita a la Virgen de la Merced. Es el hijo que busca en su Madre, «omnipotencia suplicante», todas las recomendaciones, todas las fuerzas y todas las luces que van a hacerle falta.

También en Barcelona, a primera hora de la mañana del viernes 21, Escrivá se reúne con un pequeño grupo de hijos suyos, en el oratorio de un piso de la calle de Muntaner. Hacen juntos un rato de oración. Mirando fijamente el sagrario, el Padre interpela al Señor con palabras que a Jesucristo le son bien conocidas: «Ecce nos reliquimus omnia, et secuti sumus te: quid ergo erit nobis?» Aquí estamos, lo hemos dejado todo y te hemos seguido: ¿qué será de nosotros? (6)

Es, al pie de la letra, la misma queja que dos mil años atrás le lanzó Pedro, erigiéndose en portavoz de la inquietud y la ansiedad de los Doce. Con la confianza de ese buen amor, capaz de encararse a Dios en un tuteo hondo, amistoso, que viene de muy atrás, Escrivá sigue hablando en una media voz íntima, recia, emocionada:

-¡Señor, ¿Tú has podido permitir que yo, de buena fe, engañe a tantas almas?! ¡Si todo lo he hecho por tu gloria y sabiendo que es tu voluntad! ¿Es posible que la Santa Sede diga que llegamos con un siglo de anticipación…? Ecce nos reliquimus omnia et secuti sumus te!…Nunca he tenido la voluntad de engañar a nadie. No he tenido más voluntad que la de servirte. ¿Resultará entonces que soy un trapacero? (7) Es la súplica, en última instancia, casi al borde del llanto, de quien no tiene en la tierra más agarradero que el cielo.

Muy entrada la noche del 22 de junio, el J.J. Sister atraca en el puerto de Génova. Paseando por los muelles, esperan Álvaro del Portillo y Salvador Canals. El Padre abraza fuerte, muy fuerte, a sus dos hijos. Después se dirige a Álvaro y, mirándole por encima del aro de sus gafas, le dice con humor castizo:

-¡Aquí me tienes, ladrón…! ¡Ya te has salido con la tuya! (8)

Es tan tarde, cuando llegan al hotel, que ya no sirven nada ni en el comedor ni en la habitación. El Padre sólo ha tomado un café con galletas desde que salió de Barcelona, treinta horas antes.

Álvaro había guardado un pequeño trozo de queso parmigiano de su cena, pensando que podría gustarle al Padre. Es lo único que Escrivá comerá esa noche.

Notas

1. Testimonio de don José Orlandis Rovira (AGP, RHF T-00184).

2. AGP, RHF 21165, p. 177.

3. Carta, 25-I-1961, n. 19.

4-5. AGP, RHF 21165, pp. 985-986. El doctor Juan Rof Carballo, que

atendía a don Josemaría Escrivá en Madrid, le desaconsejó hacer ese

viaje.

6. Mateo 19, 27.

7. AGP, RHF 21164, pp. 1323-1324.

8. Ibídem, 1409

Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere: los años romanos de Josemaría Escrivá, Plaza y Janés,1995, pp 15-21