Habla el Vicario Regional en Colombia, Monseñor Hernán Salcedo

El siguiente es el texto de la homilía que pronunció el 6 de octubre, V aniversario de la canonización de San Josemaría, durante la celebración eucarística que tuvo lugar en la Catedral de Bogotá.

Monseñor Hernán Salcedo, durante la bendición de la estatua de San Josemarìa en la Universidad de La Sabana

¡Dichosos los que se refugian en el Señor! (Sal 2, 12). Con estas palabras, que acabamos de cantar, el salmista proclama bienaventurados, felices a quienes buscan en el corazón de Cristo la meta de todos sus anhelos.

San Josemaría sabía mucho, mucho de la alegría inefable a la que estamos destinados por el amor infinito de Dios. Hoy, al conmemorar el quinto aniversario de su Canonización, quiero dirigir la oración de los presentes hacia este don del Cielo, que nos hace saborear, en medio de nuestro diario caminar, el encuentro definitivo con nuestro Padre-Dios.

La fuente inextinguible e inexpugnable de la bienaventuranza, de la verdadera y duradera felicidad, nos la indica San Pablo en la segunda lectura de la Santa Misa : no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abbá, Padre!» (Rm, 8). El descubrimiento de la filiación divina nos colma de un gozo sin fin, eterno; desvela el secreto más íntimo de nuestro corazón.

¿Quién no ha experimentado alguna vez que, si no encuentra el amor, nada tiene sentido? Me viene a la memoria un recuerdo, narrado por uno de los biógrafos de San Josemaría. Cuenta, Andrés Vázquez de Prada, que los enfermos del Patronato de Santa Isabel aguardaban con verdadera ansia la aparición del entonces joven Capellán del Patronato. Esperaban de él una palabra de aliento, un gesto, una simple sonrisa que encendiera por dentro. «Cuando venía a confesar y ayudar, con su palabra y su orientación, a nuestros enfermos —cuenta sor María Jesús— les he visto esperarle con alegría y esperanza. Les he visto aceptar el dolor y la muerte con un fervor y una entrega, que daban devoción a quienes les rodeábamos». «Los enfermos que morían en el Hospital no tenían miedo a la muerte —asegura sor Isabel—. La miraban cara a cara y hasta la recibían con alegría». Y recuerda la monja el caso de una chica enferma, cuya única consolación era mirar y remirar el retrato de su novio, que tenía encima de la mesilla de noche. Le habló don Josemaría, y le infundió tal consuelo, que no se preocupó más del retrato y «murió muy santamente». (cfr. El Fundador del Opus Dei , I, cap. VII)

Sí, el sentido de la filiación divina, verdad gozosa, misterio consolador ( Es Cristo que pasa , 65) –enseñaba el Fundador del Opus Dei-, nos revela el Amor definitivo, que nos saca de todos los atolladeros: lo que nos desvela desde ese instante es agradar a Jesús, y, por Él, con Él y en Él, a la Trinidad Santa. La omnipotencia de nuestro Padre-Dios se pone a nuestro servicio, somos entonces capaces del milagro más extraordinario, en medio de la normalidad de nuestros días: convertir la vida entera en alegría.

Una dicha que infunde consuelo en los demás. Y no un consuelo cualquiera, sino el que quita toda pesadumbre y lleva a morir santamente. Pido a San Josemaría que nos alcance, con su intercesión, este toque de la Misericordia divina que cura todas nuestras heridas y nos hace ansiar, también a través del dolor, la unión con Jesús en cada paso que damos por los caminos de la tierra, con la mirada puesta en el Cielo. Nuestra Patria está muy necesitada de este don. ¡Hay tantas heridas que aliviar!

Nos quiere el Señor comprometidos en la configuración cristiana de la sociedad. No podemos desentendernos de la defensa de los derechos de Dios, de la dignidad de cada persona humana, especialmente de las más indefensas, y de todos los dones creados. A nadie se le oculta, que existen, en nuestro país y en muchas partes del mundo, gravísimas violaciones de estos derechos, ante las que no cabe ninguna pasividad o conformismo de nuestra parte. Como nos recuerda el reciente Comunicado del Presidente de la Conferencia Episcopal, Mons. Luis Augusto Castro, en relación con el proyecto de ley estatutaria sobre la eutanasia y el suicidio asistido: “Aunque el lenguaje emplee términos, presumiblemente suaves, estamos hablando de eutanasia, que es un homicidio, que no lo atenúa, ni la falsa piedad, ni la solicitud del paciente, en el caso del suicidio asistido”.

El esplendor de la Santa Cruz, raíz de la alegría, desvela también la causa última de esas heridas: la separación de Dios, el pecado. Si queremos seriamente colaborar con el Redentor del hombre, cooperar en su acción salvadora, hemos de irradiar su luz con sentido de urgencia, a través de la amistad y del trabajo santificado, a todas las personas que comparten con nosotros la responsabilidad sobre la creación, sobre la ciudad terrena, lugar de nuestro encuentro con el Creador.

En la homilía de la Santa Misa de inicio de su Pontificado, el Papa Benedicto XVI, nos lanzaba, con palabras llenas de vibración, a la tarea apostólica: “nosotros –decía- existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él.” ( Homilía , 24 de abril de 2005).

Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca

(Lc, 5), nos repite Jesús desde la barca de nuestros quehaceres ordinarios, como hemos escuchado en el Evangelio de la festividad. ¡Digámosle que sí!, que estamos a sus órdenes, con

planes concretos

–clamaba San Josemaría-

, no de sábado a sábado, sino de hoy a mañana, y de ahora a luego.

(Surco, 222)

Mañana es una fiesta de nuestra Madre, Nuestra Señora del Rosario. Si nos desvelamos por Ella, entonces nos sonreirá, y con su sonrisa nos volveremos locos de Amor por Jesús. El Santo Rosario es senda segura para conseguirlo, y arma poderosa para derrotar a los enemigos de Dios y del hombre.

Amén

Bogotá, 6 de octubre de 2007