Homilía pronunciada por el nuncio apostólico S.E.R. Mons. Ettore Balestrero en la misa del centenario del nacimiento de Don Álvaro del Portillo, celebrada en la Parroquia de Cristo Rey en Bogotá

Reunirnos para dar gracias a Dios por este siervo bueno y fiel que fue don Álvaro del Portillo debe comprometernos a tomarnos más en serio su ejemplo y sus enseñanzas.

Queridos hermanos:

Estamos reunidos para celebrar la Santa Misa con ocasión del Centenario del nacimiento del Venerable Siervo de Dios Álvaro del Portillo, Obispo y Prelado del Opus Dei, que estuvo de visita pastoral en esta tierra colombiana hace 31 años.

Nuestra celebración ocurre al comienzo de la Cuaresma, un tiempo dedicado a cuidar especialmente la oración, la penitencia y la limosna. Las lecturas de hoy nos hablan de la primera faceta. En concreto, vemos en el Evangelio una de las enseñanzas centrales de Jesucristo: Al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que se figuran que por su locuacidad van a ser escuchados. No seáis, pues, como ellos; porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis. Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo.

Hablemos con Dios como un Padre, fundamentemos nuestra vida interior sobre esa roca sólida que es la filiación divina, sabernos hijos de Dios. Como decía el Venerable don Álvaro, «Estamos llamados a tratar y a conocer a Dios con la confianza de unhijo, con el abandono de un hijo que está seguro del Amor Misericordioso del Padre». Sentirnos hijos de Dios nos llevará a ver la vida de un modo diferente: alegres, serenos, confiados en el poder de un Padre que nos manifiesta su misericordia llamándonos a ser santos en medio del mundo, como insistía el próximo Beato.

Reunirnos para dar gracias a Dios por este siervo bueno y fiel que fue don Álvaro del Portillo debe comprometernos a tomarnos más en serio su ejemplo y sus enseñanzas. Probablemente muchos de los que están aquí presentes fueron testigos de sus catequesis hace más de treinta años en varias ciudades colombianas. Otros habrán visto las películas de tertulias con él en distintas partes del mundo y muchos más habrán leído sus biografías o los textos de su predicación. Le gustaba enseñar que «Cristo vino a la tierra para salvarnos, y para decirnos que todos podemos —¡debemos!— ser santos. Cristo te ha traído a la tierra para que continúes repitiendo, a voces o con silencios ejemplares, este panorama increíble y posible de que todos los hombres y todas las mujeres estamos llamados a la santidad».

Hoy aprovechamos esta Eucaristía, en la que el Señor nos recuerda que somos hijos suyos queridísimos, para hacernos conscientes de su llamada a la santidad y al apostolado en el ambiente en que nos movemos. Muchos de ustedes pertenecen tanto a la Arquidiócesis de Bogotá como a la Prelatura del Opus Dei. Esa confluencia les facilita cooperar con la misión de la Iglesia en Colombia, a la que enriquecen con el carisma que heredaron de san Josemaría y de su primer sucesor, el Venerable Álvaro del Portillo.

Ustedes, fieles corrientes, se esfuerzan por buscar la santidad y ejercitar el apostolado “persona a persona” ―como le gusta decir al Santo Padre― en medio de esta ciudad y a favor de la nueva evangelización de esta sociedad concreta que nuestro Padre Dios nos ha encomendado. Por eso reconoce el decreto de la Santa Sede sobre las virtudes de don Álvaro que “Al promover este impulso evangelizador, buscó siempre que las actividades apostólicas de la Prelatura se ejerciesen al servicio de las diferentes Iglesias particulares”.

Es lo que procuran hacer con su trabajo ordinario, con el empeño por sacar adelante un hogar que sea prolongación de la Sagrada Familia de Nazaret, el esfuerzo por dar buen ejemplo de ciudadanos corrientes. Con esa lucha diaria están apoyando la parroquia, el plan pastoral arquidiocesano, la misión continental. Por esa razón quiso el Concilio Vaticano II la figura de las prelaturas personales: para que la misión peculiar de la Prelatura confluya al empeño evangelizador de cada Iglesia particular, como decía el Beato Juan Pablo II.

Este año del centenario del Venerable Álvaro del Portillo nos presenta el reto de la evangelización desde las familias, como el papa Francisco nos ha señalado recientemente. Ustedes recordarán que hace unas semanas escribió una carta a las familias, en la que les pedía la oración por el Sínodo que se realizará en octubre sobre “Los retos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización”. Hoy quiero invitarlos a que, cada vez que recen el Padrenuestro, tengan presentes en su corazón la persona y las intenciones del santo Padre.

Esta era una de las principales devociones que tenía Monseñor del Portillo, como reconoce el decreto de la Santa Sede sobre sus virtudes heroicas, cuando dice que «el amor del Siervo de Dios a la Iglesia se manifestaba en la total comunión con el Romano Pontífice y con los Obispos: fue siempre un hijo fidelísimo del sucesor de Pedro, con una adhesión indiscutida a su persona y a su magisterio». Pidámosle que nos alcance del Señor la gracia de parecernos a él en este aspecto de la vida cristiana, en la unión con el sucesor de san Pedro. Y que secundemos sus intenciones, este año en concreto la familia como agente principal de la nueva evangelización.

El ejemplo del hogar en que nació el Venerable Álvaro nos ayuda a ver la importancia de esa “iglesia doméstica” en el origen de los santos. Monseñor del Portillo fue el tercero de ocho hijos. En esa familia adquirió las virtudes, el amor a Dios y a las almas, que facilitaron su generosa respuesta cuando vio que Dios le llamaba a seguirlo como hijo fiel de san Josemaría a los 21 años de edad.

Uno de los retos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización es que ella misma se convierta en semillero de vocaciones. Con la generosa apertura a la vida y al llamado divino, los hogares de ahora son el cauce a través del cual nuestro Padre Dios prepara la evangelización de las próximas generaciones. Cada día le pedimos al Señor, como nos enseña el Evangelio de hoy: santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo.

Que nuestra petición incluya la disponibilidad para acoger la llamada de Dios, a los padres y a los hijos. Apertura a la vida y al llamado divino. Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a la mies, nos enseña el Maestro. Disponibilidad para que nos envíe a cada uno, y también para que envíe a los propios hijos. Ojalá estuvieran aquí presentes muchas personas que siguieran los pasos de generosidad, apostolado y santidad que llevaron al Venerable Álvaro del Portillo a los altares.

Pidámosle a don Álvaro por nuestras familias, para que sean ese núcleo que ayuda a la configuración cristiana de la sociedad. Que en ellas se dé lo que él mismo decía: «Si la familia puede y debe ser protagonista de la paz, e influir decisivamente en la vida de las naciones, ha de cumplir una condición ineludible: que no pierda —más aún, que incremente constantemente— sus valores propios: la solidaridad, el espíritu de sacrificio, el cariño y la entrega de unos a otros, de manera que cada uno de sus miembros no piense en sí mismo, sino en el bien de los demás».

La Sagrada Familia de Jesús, María y José harán eficaces estos propósitos. Si tratamos a Dios como Padre nuestro, Él mismo nos dará la gracia necesaria para que nuestras familias sean hogares luminosos y alegres.