Viaje apostólico del Papa Francisco a Mongolia

Intervenciones del Papa Francisco en el viaje apostólico a Mongolia (31 de agosto-4 de septiembre de 2023).

El pontífice de 86 años se convierte en el primero que visita Mongolia. Un viaje de cinco días muy deseado por el Papa Francisco cuya prioridad está en visitar los países donde los católicos son minoría. Su visita supone todo un evento no solo para los cristianos sino también para todo el país.

Logo de la visita del Papa Francisco a Mongolia

Sábado 2 de septiembre

Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático en la sala “Ikh Mongol” del Palacio de Gobierno

Encuentro con los obispos, sacerdotes, misioneros, consagrados, consagradas y agentes pastorales en la Catedral de San Pedro y San Pablo

Domingo 3 de septiembre

Encuentro ecuménico e interreligioso en el Teatro Hun

Santa Misa en el Steppe Arena

Lunes 4 de septiembre

—Encuentro con los operadores de la caridad e inauguración de la Casa de la Misericordia


Sábado 2 de septiembre

Encuentro con las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo Diplomático en la sala “Ikh Mongol” del Palacio de Gobierno

Señor Presidente de la República,
señor Presidente del Gran Jural del Estado,
señor Primer Ministro,
distinguidos miembros del Gobierno y del Cuerpo diplomático,
ilustres autoridades civiles y religiosas,
insignes representantes del mundo de la cultura,
señoras y señores:

Agradezco al señor Presidente la acogida y las palabras que me ha dirigido, y saludo de corazón a cada uno de ustedes. Me siento honrado de estar aquí, feliz por haber viajado hasta esta tierra fascinante y vasta, hasta este pueblo que conoce bien el significado y el valor del camino. Lo revelan sus moradas tradicionales, las ger, hermosísimas casas itinerantes. Imagino entrar por primera vez, con respeto y emoción, en una de estas tiendas circulares que salpican la majestuosa tierra mongola, para encontrarme con ustedes y conocerlos mejor. Aquí estoy a la puerta, peregrino de la amistad, llegando de puntillas y con el corazón alegre, deseoso de enriquecerme humanamente con vuestra presencia.

Cuando entramos en la casa de los amigos es hermoso intercambiar regalos, acompañándolos con palabras que evocan los encuentros anteriores. Y si las relaciones diplomáticas modernas entre Mongolia y la Santa Sede son recientes —este año se celebra el 30 aniversario de la firma de una carta para reforzar las relaciones bilaterales—, mucho tiempo antes, exactamente hace 777 años, precisamente entre el final de agosto y el inicio de septiembre de 1246, fray Juan de Plano Carpini, enviado papal, visitó a Guyuk, el tercer emperador mongol, y le presentó al Gran Kan la carta oficial del Papa Inocencio IV. Poco después fue redactada y traducida en varias lenguas la carta de respuesta, timbrada con el sello del Gran Kan en caracteres mongoles tradicionales. Esta se conserva en la Biblioteca Vaticana y hoy tengo el honor de entregarles una copia auténtica, realizada con las técnicas más avanzadas para garantizar la mejor calidad posible. Que este pueda ser un signo de amistad antigua que crece y se renueva.

He sabido que, desde la puerta de la ger, al alba, los niños en el campo otean el horizonte para contar las cabezas de ganado y referir el número a sus padres. También a nosotros nos hace bien abrazar con la mirada el amplio horizonte que nos rodea, superando las visiones estrechas y abriéndonos a una mentalidad amplia, como invitan a hacer las ger que, nacidas de la experiencia del nomadismo en la estepa, se han difundido por un vasto territorio, siendo un elemento identificativo de las distintas culturas vecinas. Los espacios inmensos de vuestras regiones, desde el desierto del Gobi a la estepa, desde las grandes praderas a los bosques de coníferas, llegando a las cadenas montañosas de Altái y Jangái, con los innumerables meandros de cursos de agua, que vistos desde arriba parecen decoraciones refinadas sobre preciosas telas antiguas; todo esto es un reflejo de la grandeza y la belleza de todo el planeta, que está llamado a ser un jardín acogedor. Vuestra sabiduría, la sabiduría de vuestro pueblo, sedimentada en generaciones de ganaderos y agricultores prudentes, siempre atentos a no romper los delicados equilibrios del ecosistema, tiene mucho que enseñar a quien hoy no quiere cerrarse en la búsqueda de un miope interés particular, sino que desea entregar a la posteridad una tierra todavía acogedora, una tierra todavía fecunda. Lo que para nosotros cristianos es la creación, es decir, el fruto de un benévolo designio de Dios, ustedes nos ayudan a reconocer y a promover con delicadeza y atención, contrastando los efectos de la devastación humana con una cultura del cuidado y de la previsión, que se refleja en políticas de ecología responsable. Las ger son espacios habitacionales que hoy podrían definirse como inteligentes y verdes, en cuanto versátiles, multifuncionales y con un impacto cero sobre el ambiente. Además, la visión holística de la tradición chamánica mongola y el respeto por todo ser viviente proveniente de la filosofía budista representa una contribución válida al compromiso urgente e impostergable por la tutela del planeta Tierra.

Las ger, presentes tanto en las zonas rurales como en los centros urbanos, testimonian además el precioso connubio entre la tradición y la modernidad; en efecto, ellas acomunan la vida de los ancianos y los jóvenes, expresando la continuidad del pueblo mongol, que desde la antigüedad hasta el presente ha sabido custodiar las propias raíces, abriéndose, especialmente en los últimos decenios, a los grandes desafíos globales del desarrollo y de la democracia. Ciertamente, hoy Mongolia, con su amplia red de relaciones diplomáticas, su activa adhesión a las Naciones Unidas, su compromiso por los derechos humanos y por la paz, desempeña un papel significativo en el corazón del gran continente asiático y en el escenario internacional. Quisiera mencionar también vuestra determinación a detener la proliferación nuclear y a presentarse al mundo como un país sin armas nucleares. Mongolia no es sólo una nación democrática que lleva adelante una política exterior pacífica, sino que se propone realizar un papel importante para la paz mundial. Además —otro elemento propicio que se puede señalar—, la pena capital ha desaparecido de vuestro ordenamiento judicial.

Las ger, gracias a su capacidad de adaptarse a los climas extremos, consienten vivir en territorios muy dispares, como ocurrió durante la conocida epopeya del imperio mongol, el más grande hasta la fecha con un territorio unido. Vengo a Mongolia, entre otras cosas, en un aniversario importante para ustedes, los 860 años del nacimiento de Gengis Kan. Durante siglos, el abrazar tierras lejanas y muy distintas puso en evidencia la excepcional capacidad de vuestros antepasados de reconocer lo mejor de los pueblos que componían el inmenso territorio imperial y de ponerlas al servicio del desarrollo común. Esto es un ejemplo que se debe tomar en cuenta y reproducir en nuestros días. Quiera el cielo que, sobre la tierra, devastada por tantos conflictos, se recreen también hoy, en el respeto de las leyes internacionales, las condiciones de aquello que en un tiempo fue la pax mongola, es decir, la ausencia de conflictos. Así como dice vuestro proverbio: «las nubes pasan, el cielo permanece», que así pasen las nubes oscuras de la guerra, que se disipen por la firme voluntad de una fraternidad universal en la que las tensiones se resuelvan sobre la base del encuentro y del diálogo, y que a todos se les garanticen los derechos fundamentales. Aquí, en vuestro país, rico de historia y de cielo, imploremos este don de lo alto y pongámonos manos a la obra para construir juntos un futuro de paz.

Al entrar en una ger tradicional, la mirada se eleva hacia el centro, a la parte más alta, donde hay una ventana abierta al cielo. Quisiera subrayar esta actitud fundamental que vuestra tradición ayuda a descubrir: el saber dirigir nuestra mirada hacia lo alto. Alzar los ojos al cielo —el eterno cielo azul que ustedes siempre han venerado— significa permanecer en una actitud de dócil apertura a las enseñanzas religiosas. Hay de hecho una profunda connotación espiritual entre las fibras de vuestra identidad cultural y es hermoso que Mongolia sea un símbolo de libertad religiosa. En la contemplación de los vastos horizontes, poco poblados por seres humanos, se ha afinado en vuestro pueblo una propensión al aspecto espiritual, al que se accede otorgando valor al silencio y a la interioridad. Ante el solemne predominio de la tierra que les rodea con sus innumerables fenómenos naturales, nace un sentimiento de asombro, que sugiere humildad y frugalidad, optar por lo esencial y ser capaces de desvincularse de todo lo que no lo es. Pienso en el peligro que representa el espíritu consumista de hoy en día, que además de crear muchas injusticias, lleva a un individualismo que olvida a los demás y a las buenas tradiciones recibidas. Las religiones, por el contrario, cuando se inspiran en su patrimonio espiritual original y no son corrompidas por desviaciones sectarias, son a todos los efectos soportes fiables para la construcción de sociedades sanas y prósperas, en las que los creyentes no escatiman esfuerzos con el fin de que la convivencia civil y los proyectos políticos estén siempre al servicio del bien común, representando también como un freno a la peligrosa carcoma de la corrupción. Esta constituye efectivamente una amenaza seria para el desarrollo de cualquier grupo humano, alimentándose de una mentalidad utilitarista y desaprensiva que empobrece países enteros. La corrupción empobrece países enteros. Es la señal de una mirada que se aleja del cielo y huye de los vastos horizontes de la fraternidad, encerrando a la persona en sí misma y anteponiendo todo a sus propios intereses.

En cambio, protagonistas de esa mirada hacia lo alto y de una visión amplia fueron muchos de vuestros antepasados líderes, que demostraron una excepcional capacidad de integrar voces y experiencias distintas, incluso desde un punto de vista religioso. Una actitud respetuosa y conciliadora se reservaba también a las múltiples tradiciones sagradas, como atestiguan los distintos lugares de culto —entre ellos uno cristiano— tutelados en la antigua capital Karakórum. Por ello, para ustedes fue casi natural llegar a la libertad de pensamiento y de religión, sancionada en vuestra actual Constitución; que ha superado la ideología sin derramamiento de sangre, la ideología atea que se creía obligada a extirpar el sentimiento religioso, considerándolo un freno al desarrollo. Hoy se reconoce en ese valor esencial de la armonía y de la sinergia entre fieles de credos distintos, que —cada una desde su punto de vista— contribuyen al progreso moral y espiritual.

En este sentido, la comunidad católica mongola está complacida de seguir dando su contribución. Esta comenzó a celebrar su fe hace poco más de treinta años, precisamente dentro de una ger, e incluso la catedral actual, que se encuentra en esta gran ciudad, evoca su forma. Son signos del deseo de compartir la propia obra con el pueblo mongol, que es su pueblo, en espíritu de servicio responsable y fraterno. Por tanto, estoy contento de que la comunidad católica, aun siendo pequeña y discreta, participe con entusiasmo y compromiso en el camino de crecimiento del país, difundiendo la cultura de la solidaridad, la cultura del respeto por todos y la cultura del diálogo interreligioso, y entregándose a la causa de la justicia, la paz y la armonía social. Deseo que, gracias a una legislación con amplitud de miras y atenta a las exigencias concretas, los católicos locales, ayudados por hombres y mujeres consagrados necesariamente provenientes en su mayoría de otros países, no tengan dificultad para poder ofrecer siempre a Mongolia su contribución humana y espiritual, en beneficio de este pueblo. A este respecto, las tratativas en curso para estipular un acuerdo bilateral entre Mongolia y la Santa Sede representan un canal importante para alcanzar las condiciones básicas para el desarrollo de las actividades ordinarias en las que está comprometida la Iglesia católica. Entre ellas, además de la dimensión más propiamente religiosa del culto, destacan las numerosas iniciativas de desarrollo humano integral, articuladas también en los sectores de la educación, la sanidad, la asistencia, la investigación y la promoción cultural. Estas dan testimonio del espíritu humilde, del espíritu fraterno y solidario del Evangelio de Jesús, el único camino que los católicos están llamados a recorrer en el itinerario que comparten con todos los pueblos.

El lema elegido para este Viaje es "Esperar juntos", y expresa precisamente la potencialidad inherente al caminar con los demás, en el respeto recíproco y en la sinergia por el bien común. La Iglesia católica, institución antigua y difundida en casi todos los países, es testigo de una tradición espiritual, de una tradición noble y fecunda, que ha contribuido al desarrollo de naciones enteras en muchos campos de la vida del hombre, desde la ciencia a la literatura, desde el arte a la política. Estoy seguro que también los católicos mongoles están y estarán dispuestos a dar su propia contribución a una sociedad próspera y segura, en diálogo y colaboración con todos los que habitan en esta tierra grande besada por el cielo.

«Sé como el cielo». Con estas palabras, un famoso poeta invitaba a trascender la caducidad de los altibajos terrenos, imitando la magnanimidad inspirada precisamente por el inmenso y terso cielo azul que se contempla en Mongolia. También nosotros, hoy, peregrinos y huéspedes en este país que tanto puede ofrecer al mundo, deseamos responder a esta invitación, traduciéndola en signos concretos de compasión, diálogo y planificación común. Que los distintos miembros de la sociedad mongola, aquí representados, puedan seguir ofreciendo al mundo la belleza y la nobleza de un pueblo único. Que, como vuestra escritura, puedan permanecer "en pie" y levantar a tantos que sufren a su alrededor, recordando a todos la dignidad de cada ser humano, llamado a habitar la casa terrena abrazando el cielo. Bayarlalaa! [¡Gracias!]

Encuentro con los obispos, sacerdotes, misioneros, consagrados, consagradas y agentes pastorales en la Catedral de San Pedro y San Pablo

Queridos hermanos y hermanas: ¡Buenas tardes!

Gracias, Excelencia, por sus palabras, gracias sor Salvia, don Peter Sanjaajav y Rufina por sus testimonios, gracias a todos ustedes por su presencia y por su fe. Estoy feliz de encontrarme con ustedes. La alegría del Evangelio es el motivo que ha impulsado a todos ustedes, hombres y mujeres consagrados en la vida religiosa o en el ministerio ordenado, a estar aquí y a dedicarse, junto a las hermanas y a los hermanos laicos, al Señor y a los demás. Bendigo a Dios por esto y lo hago a través de una hermosa oración de alabanza tomada del Salmo 34, en el que me inspiro para compartir algunos pensamientos con ustedes. Dice así: «¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!» (v. 9).

Gustar y ver, porque la alegría y la bondad del Señor no son algo pasajero, sino que permanecen dentro, dan gusto a la vida y permiten ver las cosas de un modo nuevo; como nos has dicho tú, Rufina, en tu hermoso testimonio. Ante todo, quisiera saborear el gusto de la fe en esta tierra haciendo memoria de historias y de rostros, de vidas gastadas por el Evangelio. Gastar la vida por el Evangelio: es una bella definición de la vocación misionera del cristiano, y en particular del modo en que los cristianos viven esa vocación aquí. Gastar la propia vida por el Evangelio.

Recuerdo entonces al obispo Wenceslao Selga Padilla, primer Prefecto apostólico, pionero de la fase contemporánea de la Iglesia en Mongolia y constructor de esta catedral. Aquí, sin embargo, la fe no se remonta sólo a los años noventa del siglo pasado, sino que tiene raíces muy antiguas. A las experiencias del primer milenio, marcadas por el movimiento evangelizador de la tradición siriaca que se difundió a lo largo de la ruta de la seda, siguió un considerable compromiso misionero. ¿Cómo no recordar las misiones diplomáticas del siglo XIII, incluso el celo apostólico manifestado por el nombramiento, entorno al año 1310, de Juan de Montecorvino como primer obispo de Janbalic y, por tanto, responsable de toda esta amplia región del mundo bajo la dinastía mongol Yuan? Fue precisamente él quien realizó la primera traducción en mongol del libro de los Salmos y del Nuevo Testamento. Pues bien, esta gran historia de pasión por el Evangelio se retomó de manera extraordinaria en 1992 con la llegada de los primeros misioneros de la Congregación del Inmaculado Corazón de María, a los que se unieron representantes de otros institutos, clero diocesano y voluntarios laicos. Entre todos quisiera recordar al activo y celoso Padre Stephano Kim Seong-hyeon. Y también hagamos memoria de tantos fieles servidores del Evangelio en Mongolia, que están aquí con nosotros ahora y que, después de haber gastado su vida por Cristo, ven y gustan las maravillas que su bondad sigue realizando en ustedes y a través de ustedes. Gracias.

Pero, ¿por qué gastar la vida por el Evangelio? Es una pregunta que les hago. Como decía Rufina, la vida cristiana avanza haciéndose preguntas, como los niños que siempre preguntan algo nuevo, porque no son capaces de entenderlo todo en la edad de los porqués. Y en la vida cristiana nos acercamos al Señor y siempre le hacemos preguntas para entenderlo mejor, para entender mejor su mensaje. Gastar la vida por el Evangelio porque se ha gustado ese Dios que se hizo visible, tangible, perceptible en Jesús (cf. Sal 34). Sí, es Él la buena noticia destinada a todos los pueblos, el anuncio que la Iglesia no puede dejar de llevar, encarnándolo en la vida y "susurrándolo" al corazón de cada individuo y de cada cultura. Muchas veces, el lenguaje de Dios es un susurro lento, que toma su tiempo; Él habla así. Esta experiencia del amor de Dios en Cristo es pura luz que transfigura el rostro y lo hace a su vez resplandeciente. Hermanos y hermanas, la vida cristiana nace de la contemplación de este rostro, es una cuestión de amor, de encuentro cotidiano con el Señor en la Palabra y en el Pan de vida, en el rostro de los demás, en los necesitados, donde Cristo está presente. Eso nos lo has recordado tú, sor Salvia, con tu testimonio, ¡gracias! Hace más de veinte años que tú estás aquí y has aprendido a dialogar con este pueblo, gracias.

En estos treinta y un años de presencia en Mongolia, ustedes, queridos sacerdotes, consagrados, consagradas y agentes pastorales, han dado vida a una múltiple variedad de iniciativas caritativas que absorben la mayor parte de sus energías y reflejan el rostro misericordioso de Cristo buen samaritano. Es como su tarjeta de presentación, que les ha granjeado respeto y estima por los muchos beneficios que han aportado en infinidad de campos diferentes; desde la asistencia hasta la educación, pasando por la atención sanitaria y la promoción cultural. Los animo a proseguir en este camino fecundo y benéfico para el amado pueblo mongol. Gestos de amor y gestos de caridad.

Al mismo tiempo, los invito a que gusten y vean al Señor —gusten y vean al Señor—, los invito a que vuelvan una y otra vez a aquella primera mirada de la que surgió todo. Sin esto, las fuerzas van menguando y el compromiso pastoral corre el riesgo de quedar en una estéril prestación de servicios, en un sucederse de tareas que se deben hacer, pero que terminan por no trasmitir nada más que cansancio y frustración. Sin embargo, permaneciendo en contacto con el rostro de Cristo, buscándolo en las Escrituras y contemplándolo en silenciosa adoración —en silenciosa adoración— ante el sagrario, lo reconocerán en el rostro de aquellos a quienes sirven y se sentirán transportados por una íntima alegría, que incluso en las dificultades deja paz en el corazón. Esto es lo que necesitamos —hoy y siempre—, no personas ocupadas y distraídas que llevan adelante proyectos, quizás con el riesgo de parecer amargadas a causa de una vida que no es ciertamente fácil, no. El cristiano es aquel que es capaz de adorar, adorar en silencio. Y después de esta adoración brota la actividad. Pero no olviden la adoración. Nosotros hemos perdido un poco el sentido de la adoración en esta época del pragmatismo. No se olviden de adorar y, desde la adoración, hagan las cosas. Es necesario volver a la fuente, al rostro de Jesús, a gustar de su presencia; es Él nuestro tesoro (cf. Mt 13,44), la perla preciosa por la cual vale la pena gastar todo (cf. Mt 13,45-46). Los hermanos y las hermanas de Mongolia, que tienen un noble sentido de lo sagrado y —como es típico en el continente asiático— una amplia y acrisolada historia religiosa, esperan de ustedes este testimonio, y saben reconocer su autenticidad. Es un testimonio que ustedes deben dar, porque el Evangelio no crece haciendo proselitismo, el Evangelio crece dando testimonio.

El Señor Jesús, cuando envió a los suyos en el mundo, no los mandó a difundir un pensamiento político, sino a testimoniar con la vida la novedad de la relación con su Padre, para que fuese "Padre nuestro" (cf. Jn 20,17), activando de esa manera una concreta fraternidad con cada pueblo. La Iglesia que nace de este mandato es una Iglesia pobre, que se apoya sólo sobre una fe genuina, sobre la inerme y desarmante potencia del Resucitado, capaz de aliviar los sufrimientos de la humanidad herida. Es por eso que los gobiernos y las instituciones seculares no tienen nada que temer de la acción evangelizadora de la Iglesia, porque no tiene ninguna agenda política que sacar adelante, sino que sólo conoce la fuerza humilde de la gracia de Dios y de una Palabra de misericordia y de verdad, capaz de promover el bien de todos.

Para llevar a cabo esta misión, Cristo ha dado a su Iglesia una estructura que recuerda la armonía que hay entre los distintos miembros del cuerpo humano. Él es la cabeza, es decir, la mente que sigue guiándola, infundiendo en el Cuerpo, o sea, en nosotros, su mismo Espíritu, que actúa sobre todo en esos signos de vida nueva que son los sacramentos. Para garantizar la autenticidad y la eficacia, ha instituido el orden sacerdotal, marcado por una íntima unión con Él, con Él que es el buen Pastor que da la vida por su rebaño. También tú, don Peter, has sido llamado para esta misión, gracias por haber compartido tu experiencia con nosotros. De ese modo también el santo Pueblo de Dios que peregrina en Mongolia posee la plenitud de los dones espirituales. Y en esta perspectiva los invito a ver en el obispo no un manager, sino la imagen viva de Cristo buen Pastor que reúne y guía a su pueblo; un discípulo colmado del carisma apostólico para que edifique vuestra fraternidad en Cristo y la radique cada vez más en esta nación con una noble identidad cultural. Además, el hecho de que vuestro obispo sea Cardenal añade una ulterior expresión de cercanía: todos ustedes, lejanos sólo físicamente, están muy cerca del corazón de Pedro; y toda la Iglesia está cerca de ustedes, de vuestra comunidad, que es verdaderamente católica, es decir, universal, pues atrae hacia Mongolia la simpatía de muchos hermanos y hermanas esparcidos por el mundo, en una gran comunión eclesial.

Y subrayo esta palabra: comunión. La Iglesia no se comprende en base a un criterio puramente funcional; no, la Iglesia no es una empresa funcional, la Iglesia no crece haciendo proselitismo, como ya he dicho. La Iglesia es algo distinto. La palabra "comunión" nos explica bien qué es la Iglesia. En este cuerpo de la Iglesia, el obispo no hace de moderador de distintos miembros basándose tal vez en el principio de la mayoría, sino en virtud de un principio espiritual, por el cual Jesús mismo se hace presente en la persona del obispo para asegurar la comunión de su Cuerpo místico. En otras palabras, la unidad de la Iglesia no es una cuestión de orden y de respeto, ni siquiera una buena estrategia para "hacer amigos", es una cuestión de fe y de amor al Señor, es fidelidad a Él. Por eso es importante que todos los componentes eclesiales se aglutinen alrededor del obispo, que representa a Cristo vivo en medio de su Pueblo, construyendo esa comunión sinodal que ya es anuncio y que tanto ayuda a inculturar la fe.

Queridos misioneros y misioneras, gusten y vean el don que son ustedes, gusten y vean la belleza de darse totalmente a Cristo que los ha llamado a testimoniar su amor precisamente aquí en Mongolia. Sigan haciéndolo cultivando la comunión. Llévenlo a cabo en la sencillez de una vida sobria, a imitación del Señor, que entró en Jerusalén sobre un mulo y que se despojó incluso de sus vestiduras en la cruz. Estén siempre cerca de la gente, con esa cercanía que es la actitud de Dios: Dios es cercano, compasivo y tierno —cercanía, compasión y ternura—. Sean así con la gente, atendiéndolos personalmente, aprendiendo la lengua, respetando y amando su cultura, no dejándose tentar por las seguridades mundanas, sino permaneciendo firmes en el Evangelio a través de una ejemplar rectitud de vida espiritual y moral. Sencillez y cercanía, sin cansarse de llevar a Jesús los rostros y las historias que encuentran, los problemas y las preocupaciones, gastando tiempo en la oración cotidiana, que les permitirá mantenerse en pie ante el cansancio del servicio y alcanzar del «Dios de todo consuelo» (2 Co 1,3) la esperanza que hemos de llevar a los corazones de cuantos sufren.

Hermanos y hermanas, cerca del Señor se refuerza en nosotros una certeza, como nos revela nuevamente el Salmo 34: «Nada faltará a los que lo temen […]. Los que buscan al Señor no carecen de nada» (vv. 10-11). Es cierto que los desequilibrios y las contradicciones de la vida afectan también a los creyentes, y que los evangelizadores no están dispensados de esa carga de inquietud que pertenece a la condición humana. El salmista no teme hablar de la malicia y de los malhechores, pero recuerda que el Señor, ante el grito de los humildes, «los libra de todas sus angustias», porque «está cerca del que sufre y salva a los que están abatidos» (vv. 18-19). Por esto, la Iglesia se presenta ante el mundo como una voz solidaria con todos los pobres y los necesitados, no calla ante las injusticias y con mansedumbre se compromete a promover la dignidad de cada ser humano.

Queridos amigos, en este camino de discípulos misioneros ustedes tienen un pilar seguro, nuestra Madre celestial, que —me ha gustado mucho descubrirlo— ha querido darles un signo tangible de su presencia discreta y premurosa dejando que se encontrase una imagen suya en un vertedero. En un lugar de desechos ha aparecido esta hermosa estatua de la Inmaculada. Ella, sin mancha, inmune al pecado, ha querido hacerse cercana hasta el punto de ser confundida con los deshechos de la sociedad, de forma que de la suciedad de la basura ha surgido la pureza de la Santa Madre de Dios, la Madre del Cielo. He conocido una interesante tradición mongola de la suun dalai ijii, la mamá del corazón grande como un océano de leche. Si en la narración de la Historia secreta de los mongoles, una luz que desciende a través de la abertura superior de la ger fecunda la mítica reina Alan Qo’a, así también ustedes pueden contemplar en la maternidad de la Virgen María la acción de la luz divina, que desde lo alto acompaña cada día los pasos de vuestra Iglesia.

Alzando la mirada a María, serán fortalecidos, viendo que la pequeñez no es un problema, sino una respuesta. Sí, Dios ama la pequeñez y le gusta hacer obras grandes a través de la pequeñez, como atestigua María (cf. Lc 1,48-49). Hermanos, hermanas, no tengan miedo de los números reducidos, de los éxitos que no llegan, de la relevancia que no aparece. No es este el camino de Dios. Miremos a María, que en su pequeñez es más grande que el cielo, porque ha acogido a Aquel que ni el cielo ni lo más alto del cielo puede contener (cf. 1 Re 8,27). Hermanos y hermanas, encomendémonos a ella, pidiendo un celo renovado, un amor ardiente que no se cansa de testimoniar el Evangelio con alegría. Y sigan adelante, con valentía, no se cansen de avanzar. Muchas gracias por vuestro testimonio. Él, el Señor, los ha elegido y cree en ustedes, yo estoy con ustedes, y con todo el corazón les digo: gracias, gracias por vuestro testimonio, gracias por vuestra vida gastada por el Evangelio. Continúen así, constantes en la oración, continúen creativos en la caridad, continúen firmes en la comunión, alegres y mansos en todo y con todos. Los bendigo de corazón y los recuerdo. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias.

Domingo 3 de septiembre

Encuentro ecuménico e interreligioso en el Teatro Hun

¡Buenos días a todos ustedes, queridos hermanos y hermanas!

Permítanme que me dirija a ustedes así, como un hermano en la fe de los creyentes en Cristo y como hermano de todos ustedes, en nombre de la común búsqueda religiosa y de la pertenencia a la misma humanidad. La humanidad, en su anhelo religioso, puede ser parangonada a una comunidad de peregrinos que camina en la tierra con la mirada puesta en el cielo. A este propósito, es significativo lo que un creyente, venido de lejos, afirmó de Mongolia, escribiendo que viajó por ella “sin ver nada más que el cielo y la tierra” (cf. GUILLERMO DE RUBRUQUIS, Viaje por el Imperio mongol, XIII/3). En efecto, el cielo de aquí, tan claro y azul como es, abraza esta tierra vasta e imponente, evocando las dos dimensiones fundamentales de la vida humana: la terrena, formada por las relaciones con los demás, y la celeste, constituida por la búsqueda del Otro, que nos trasciende. En definitiva, Mongolia nos recuerda la necesidad que tenemos todos nosotros, peregrinos y viajeros, de elevar la mirada hacia lo alto para encontrar la ruta del camino en la tierra.

Por eso me alegra estar con ustedes en este importante momento de encuentro. Agradezco vivamente a cada uno y cada una de ustedes por su presencia aquí y por las diferentes intervenciones que han enriquecido la reflexión común. El hecho de estar juntos en el mismo lugar ya es un mensaje. Las tradiciones religiosas, en su originalidad y diversidad, comportan un formidable potencial de bien al servicio de la sociedad. Si quien tiene la responsabilidad de las naciones eligiera el camino del encuentro y del diálogo con los demás, contribuiría de manera determinante a poner fin a los conflictos que siguen causando sufrimiento a tantos pueblos.

Quien nos ofrece hoy la oportunidad de estar juntos para conocernos y enriquecernos mutuamente es el amado pueblo mongol, que puede presumir de una historia de convivencia entre representantes de diversas tradiciones religiosas. Es hermoso recordar la virtuosa experiencia de la antigua capital imperial Karakórum, donde se albergaban lugares de culto pertenecientes a diferentes “credos”, que daban testimonio de una armonía admirable. Armonía: quisiera subrayar esta palabra de sabor típicamente asiático. Esta se refiere a la relación particular que se crea entre realidades diferentes, sin superponerlas ni homologarlas, sino respetando las diferencias y en beneficio de la convivencia. Me pregunto: ¿quién, con más razón que los creyentes, está llamado a trabajar por la armonía de todos?

Hermanos, hermanas, por el modo en que logremos la armonía con los demás peregrinos sobre la tierra y en la forma que consigamos transmitir armonía, allí donde vivimos, se mide el valor social de nuestra religiosidad. Cada vida humana, en efecto, y con mayor razón cada religión, tiene que “medirse” en base al altruismo; no a un altruismo abstracto, sino concreto, que se traduzca en la búsqueda del otro y en la colaboración generosa con el otro, porque «el sabio se regocija dando. Él alcanzará la felicidad en esta tierra» (El Dhammapada: El Sendero de la Realización Interior, Buenos Aires 2022, 80; cf. las palabras de Jesús referidas en Hch 20,35). Una oración, inspirada en san Francisco de Asís, recita: “Donde haya odio, que lleve yo el amor. Donde haya ofensa, que lleve yo el perdón. Donde haya discordia, que lleve yo la unión”. El altruismo construye armonía y donde hay armonía hay entendimiento, prosperidad, belleza. Más aún, armonía es quizás el sinónimo más apropiado de belleza. Por el contrario, la cerrazón, la imposición unilateral, el fundamentalismo y la coerción ideológica arruinan la fraternidad, alimentan tensiones y ponen en peligro la paz. La belleza de la vida es fruto de la armonía; es comunitaria, se acrecienta con la amabilidad, con la escucha y con la humildad. Y puede comprenderla el corazón puro, porque “la verdadera belleza, después de todo, reside en la pureza del corazón” (cf. M.K. GANDHI, Il mio credo, il mio pensiero, Roma 2019, 94).

Las religiones están llamadas a ofrecer al mundo esta armonía, que el progreso técnico por sí solo no puede dar, porque, apuntando sólo a la dimensión terrena y horizontal del hombre, corre el riesgo de olvidar el cielo para el cual hemos sido creados. Hermanos y hermanas, hoy estamos aquí juntos como humildes herederos de antiguas escuelas de sabiduría. Al reunirnos hoy, nos comprometemos a compartir todo ese bien que hemos recibido, para enriquecer a una humanidad que, en su caminar, a menudo se encuentra desorientada por miopes búsquedas de lucro y bienestar; y a menudo también es incapaz de volver a encontrar el hilo conductor. Volviendo así su mirada sólo a intereses terrenos, acaba arruinando la misma tierra, confundiendo el progreso con el retroceso, como lo muestran tantas injusticias, tantos conflictos, tantas devastaciones ambientales, tantas persecuciones, tanto descarte de la vida humana.

Asia tiene muchísimo que ofrecer en ese sentido, y Mongolia, que se encuentra en el corazón de este continente, custodia un gran patrimonio de sabiduría, que las religiones que aquí se difundieron han contribuido a crear, y que quisiera invitar a todos a redescubrir y valorar. Me limito a citar, aunque sin profundizarlos, diez aspectos de este patrimonio sapiencial, diez aspectos. La buena relación con la tradición, no obstante las tentaciones del consumismo; el respeto por los ancianos y los antepasados. ¡Cuánta necesidad tenemos de una alianza generacional entre ellos y los más jóvenes! Diálogo entre abuelos y nietos. Y, además, el cuidado por el ambiente, nuestra casa común, otra necesidad tremendamente actual. Estamos en peligro, eh. Y también el valor del silencio y de la vida interior, antídoto espiritual para tantos males del mundo actual. Por tanto, un sano sentido de frugalidad; el valor de la acogida; la capacidad de resistir al apego a las cosas; la solidaridad, que nace de la cultura de los vínculos entre las personas; el aprecio por la sencillez. Y, por último, un cierto pragmatismo existencial, que tiende a buscar con tenacidad el bien del individuo y de la comunidad. Estos diez son algunos elementos del patrimonio de sabiduría que este país puede ofrecer al mundo.

A propósito de sus costumbres, he hablado ya de cómo, al prepararme para este viaje, me han fascinado las viviendas tradicionales con las que el pueblo mongol revela una sabiduría sedimentada a través de milenios de historia. La ger constituye, en efecto, un espacio humano. En su interior se desarrolla la vida de la familia, es lugar de convivencia amistosa, de encuentro y de diálogo en el que, aun cuando ya fuesen muchos, se sabe hacer espacio para alguien más. Y, además, es un punto de referencia concreto, fácilmente identificable en las inmensas extensiones del territorio mongol; es también motivo de esperanza para el que ha perdido el camino. Si hay una ger, hay vida. Se la encuentra siempre abierta, preparada para acoger al amigo, pero también al viajero e incluso al extranjero, para ofrecerles un té caliente que permita recobrar fuerzas en el frío invierno o una fresca leche fermentada que alivie las calurosas jornadas veraniegas. Esta es también la experiencia de los misioneros católicos, provenientes de otros países, que aquí son recibidos como peregrinos y huéspedes, y que entran con prudente tacto en este mundo cultural para ofrecer el humilde testimonio del Evangelio de Jesucristo.

Aún más, junto al espacio humano, la ger evoca la esencial apertura a lo divino. La dimensión espiritual de esta morada está representada por su apertura hacia lo alto, en donde se encuentra un solo punto desde el que entra la luz, formado por una claraboya segmentada. De ese modo, el interior se vuelve un gran reloj solar, donde se suceden luces y sombras, marcando las horas del día y de la noche. Hay una hermosa enseñanza en este aspecto: el sentido del tiempo que pasa proviene de lo alto, no del mero devenir de las actividades terrenas. Además, en ciertos momentos del año, el rayo que penetra de lo alto ilumina el altar familiar, recordando el primado de la vida espiritual. De esa manera, la convivencia humana que se realiza en el espacio circular remite constantemente a su vocación vertical, trascendente, espiritual.

La humanidad reconciliada y próspera, que como representantes de diferentes religiones ayudamos a promover, está representada simbólicamente por ese estar juntos, armonioso y abierto a lo trascendente, donde el compromiso por la justicia y la paz encuentran su inspiración y su fundamento en la relación con lo divino. Aquí, queridos hermanos y hermanas, nuestra responsabilidad es grande, especialmente en esta hora de la historia, porque nuestro comportamiento está llamado a confirmar con obras las enseñanzas que profesamos; de tal modo que no puede contradecirlas, convirtiéndose en motivo de escándalo. Que no haya, por tanto, ninguna confusión entre credo y violencia, entre sacralidad e imposición, entre camino religioso y sectarismo. Que la memoria de los sufrimientos padecidos en el pasado —pienso sobre todo en las comunidades budistas— nos dé la fuerza para transformar las heridas sombrías en fuentes de luz, la ignorancia de la violencia en sabiduría de vida, el mal que arruina en bien que construye. Que así sea para nosotros, discípulos entusiastas de los respectivos maestros espirituales y servidores conscientes de sus enseñanzas, dispuestos a ofrecer su belleza a cuantos acompañamos, como amigables compañeros de camino. Sí, porque en las sociedades pluralistas que creen en los valores democráticos, como Mongolia, cada institución religiosa, reconocida normativamente por la autoridad civil, tiene el deber y, en primer lugar, el derecho de ofrecer aquello que es y aquello que cree, respetando la conciencia de los otros y teniendo como fin el mayor bien de todos.

En ese sentido, quiero confirmarles que la Iglesia católica desea caminar así, creyendo firmemente en el diálogo ecuménico, interreligioso y cultural. Su fe se funda en el diálogo eterno entre Dios y la humanidad, encarnado en la persona de Jesucristo. Con humildad y con el espíritu de servicio que animó la vida del Maestro, que no vino al mundo «para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45), la Iglesia ofrece a cada persona y cultura el tesoro que ha recibido, permaneciendo en actitud de apertura y escucha de cuanto las otras tradiciones religiosas tienen para ofrecer. El diálogo, en efecto, no es antitético al anuncio; porque no elimina las diferencias, sino que ayuda a comprenderlas, las preserva en su originalidad y las hace capaces de confrontarse en pos de un enriquecimiento franco y recíproco. Así, en la humanidad bendecida por el Cielo, se puede encontrar la clave para caminar en la tierra. Hermanos y hermanas, tenemos un origen común, que confiere la misma dignidad a todos, y un camino compartido, que sólo podemos recorrer juntos, viviendo bajo el mismo cielo que nos cobija y nos ilumina.

Hermanos y hermanas, encontrarnos hoy aquí es un signo de que esperar es posible. En un mundo lastimado por luchas y discordias, eso podría parecer utópico; sin embargo, los proyectos más grandes comienzan en lo escondido, con dimensiones casi imperceptibles. El gran árbol nace de la semilla pequeña, oculta bajo la tierra. Y “el perfume de las flores no viaja contra el viento, pero sí lo hace la fragancia de la virtud. Quien es virtuoso perfuma todas las regiones de la tierra con su bondad” (cf. El Dhammapada, 40). Hagamos florecer esta certeza, porque nuestro esfuerzo común para dialogar y construir un mundo mejor no son vanos. Cultivemos la esperanza. Como dijo un filósofo: «Cada cual fue grande según el objeto de su esperanza: uno fue grande en la que atiende a lo posible; otro en la de las cosas eternas; pero el más grande de todos fue quien esperó lo imposible» (S.A. KIERKEGAARD, Temor y temblor, Buenos Aires 1958, 12). Que las oraciones que elevamos al cielo y la fraternidad que vivimos en la tierra alimenten la esperanza; que sean el testimonio sencillo y creíble de nuestra religiosidad, de nuestro caminar juntos con la mirada elevada hacia lo alto, de nuestro habitar este mundo en armonía —no lo olvidemos, no olvidemos esta palabra, armonía—, como peregrinos llamados a proteger el ambiente hogareño, para todos. Gracias.

Santa Misa en el Steppe Arena

Con las palabras del Salmo hemos rezado: «Oh Dios, […] mi alma tiene sed de ti, por ti suspira mi carne como tierra sedienta, reseca y sin agua» (Sal 63,2). Esta estupenda invocación acompaña el viaje de nuestra vida, en medio de los desiertos que estamos llamados a atravesar. Y es precisamente en esa tierra árida donde llega hasta nosotros la buena noticia. En nuestro camino no estamos solos; nuestras sequedades no tienen el poder de hacer estéril para siempre nuestra vida; el grito de nuestra sed no permanece sin respuesta. Dios Padre ha enviado a su Hijo para darnos el agua viva del Espíritu Santo que apague la sed de nuestra alma (cf. Jn 4,10). Y Jesús —lo hemos escuchado hace un momento en el Evangelio— nos muestra el camino para apagar nuestra sed: es el camino del amor, que Él ha recorrido hasta el final, hasta la cruz, desde la cual nos llama a seguirlo "perdiendo la vida para encontrarla" nuevamente (cf. Mt 16,24-25).

Detengámonos juntos en estos dos aspectos: la sed que nos habita y el amor que apaga la sed.

Ante todo, estamos llamados a reconocer la sed que nos habita. El salmista grita a Dios la propia aridez porque su vida se asemeja a un desierto. Sus palabras tienen una resonancia particular en una tierra como Mongolia; un territorio inmenso, rico de historia, y una tierra rebosante de cultura, pero marcado también por la aridez de la estepa y del desierto. Muchos de ustedes están acostumbrados a la belleza y a la fatiga de tener que caminar, una acción que evoca un aspecto esencial de la espiritualidad bíblica, representado por la figura de Abrahán y, más en general, algo distintivo del pueblo de Israel y de cada discípulo del Señor. Todos, todos nosotros, en efecto, somos "nómadas de Dios", peregrinos en búsqueda de la felicidad, caminantes sedientos de amor. El desierto evocado por el salmista se refiere, entonces, a nuestra vida; somos nosotros esa tierra árida que tiene sed de un agua límpida, de un agua que apaga la sed profundamente. Es nuestro corazón el que desea descubrir el secreto de la verdadera alegría, la que incluso en medio de las sequedades existenciales, puede acompañarnos y sostenernos. Sí, arrastramos una sed inextinguible de felicidad, buscamos un significado y un sentido para nuestra vida, una motivación para las actividades que llevamos a cabo cada día; y sobre todo estamos sedientos de amor, porque sólo el amor apaga verdaderamente nuestra sed, nos hace estar bien —el amor nos hace estar bien—, nos abre a la confianza haciéndonos saborear la belleza de la vida. Queridos hermanos y hermanas, la fe cristiana responde a esta sed; la toma en serio; no la descarta, no intenta aplacarla con paliativos o sustitutos. Porque en esta sed está nuestro gran misterio; esta sed nos abre al Dios vivo, al Dios amor que viene a nuestro encuentro para hacernos hijos suyos y hermanos y hermanas entre nosotros.

Y llegamos así al segundo aspecto: el amor que apaga la sed. El primero era nuestra sed, existencial, profunda, y ahora reflexionamos sobre el amor que apaga nuestra sed. Este es el contenido de la fe cristiana: Dios, que es amor, en su Hijo Jesús se ha hecho cercano a ti, a mí, a todos nosotros. Él desea compartir tu vida, tus trabajos, tus sueños, tu sed de felicidad. Es verdad, a veces nos sentimos como una tierra sedienta, reseca y sin agua, pero también es verdad que Dios se hace cargo de nosotros y nos ofrece el agua límpida que apaga la sed, el agua viva del Espíritu que, brotando en nosotros, nos renueva y nos libra del peligro de la sequedad. Esta agua nos la da Jesús. Como afirma san Agustín, «si nos reconocemos como sedientos, nos reconoceremos también como quienes beben» (Comentarios a los Salmos, 62,3). Efectivamente, si tantas veces en nuestra vida experimentamos el desierto, la soledad, el cansancio, la esterilidad, no debemos olvidar esto: «Pero a fin de que no desfallezcamos en este desierto —añade san Agustín—, Dios nos envió el rocío de su Palabra […], [para] que de tal manera sintamos sed, que podamos beber […]. Dios se ha compadecido de nosotros, y nos ha abierto un camino en el desierto: el mismo Señor nuestro Jesucristo —Él es el camino en desierto de la vida—; y nos ha brindado un consuelo en el desierto, enviándonos predicadores de su Palabra; nos dio a beber agua en el desierto, colmando del Espíritu Santo a sus predicadores, para que surgiese en ellos la fuente de agua que brota hasta la vida eterna» (ibíd., 3.8). Estas palabras, queridos hermanos, evocan nuestra historia. En el desierto de la vida, en el trabajo de ser una comunidad pequeña, el Señor no nos hace faltar el agua de su Palabra, especialmente a través de los predicadores y los misioneros que, ungidos por el Espíritu Santo, siembran su belleza. Y la Palabra siempre, siempre nos lleva a lo esencial, a lo esencial de la fe: dejarnos amar por Dios para hacer de nuestra vida una ofrenda de amor. Porque sólo el amor apaga verdaderamente nuestra sed. No lo olvidemos: sólo el amor apaga verdaderemente nuestra sed.

Es lo que Jesús dice, con un tono fuerte, al apóstol Pedro en el Evangelio de hoy. Él no acepta el hecho de que Jesús tenga que sufrir, ser acusado por los jefes del pueblo, pasar por la pasión para después morir en la cruz. Pedro reacciona, Pedro protesta, quisiera convencer a Jesús de que se equivoca, porque según él —y a menudo también nosotros pensamos así— el Mesías no puede acabar derrotado, de ningún modo puede morir crucificado, como un delincuente abandonado por Dios. Pero el Señor reprende a Pedro, porque su modo de pensar es "el de los hombres" —dice el Señor— y no el de Dios (cf. Mt 16,21-23). Si pensamos que para apagar la sed de la aridez de nuestra vida sean suficientes el éxito, el poder, las cosas materiales, esta es una mentalidad mundana, que no lleva a nada bueno, sino que además nos deja más secos que antes. Jesús, sin embargo, nos indica el camino: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará» (Mt 16,24-25).

Hermanos, hermanas, este es el mejor camino de todos: abrazar la cruz de Cristo. En el corazón del cristianismo se encuentra esta noticia desconcertante, y esta noticia extraordinaria: cuando pierdes tu vida, cuando la ofreces sirviendo con generosidad, cuando la arriesgas comprometiéndola en el amor, cuando haces de ella un don gratuito para los demás, entonces vuelve a ti abundantemente, derrama dentro de ti una alegría que no pasa, una paz en el corazón, una fuerza interior que te sostiene. Tenemos necesidad de paz interior.

Esta es la verdad que Jesús nos invita a descubrir, que Jesús quiere revelar a todos, a esta tierra de Mongolia: para ser felices no hace falta ser grandes, ricos o poderosos. Sólo el amor apaga la sed de nuestro corazón, sólo el amor cura nuestras heridas, sólo el amor nos da la verdadera alegría. Y este es el camino que Jesús nos ha enseñado y ha abierto para nosotros.

Entonces, también nosotros, hermanos y hermanas, escuchemos la palabra que el Señor dice a Pedro: «Ve detrás de mí» (Mt 16,23), es decir: sé mi discípulo, realiza el mismo camino que hago yo y no pienses más como el mundo. De ese modo, con la gracia de Cristo y del Espíritu Santo, podremos transitar por el camino del amor. Incluso cuando amar conlleve negarse a sí mismos, luchar contra los egoísmos personales y mundanos, atreverse a vivir fraternalmente. Porque si es verdad que todo esto cuesta esfuerzo y sacrificio, y a veces implique tener que subir a la cruz, no es menos cierto que cuando perdemos la vida por el Evangelio, el Señor nos la da en abundancia, llena de amor y alegría, para la eternidad.

Lunes 4 de septiembre

Encuentro con los operadores de la caridad e inauguración de la Casa de la Misericordia

Queridos hermanos y hermanas: ¡Buenos días!

Les agradezco de corazón por la acogida, el canto y la danza, así como sus palabras de bienvenida y sus testimonios, los cuales creo que bien pueden resumirse con algunas palabras de Jesús: «Tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber» (Mt 25,35). De este modo, el Señor nos ofrece el criterio para reconocerlo presente en el mundo y la condición para entrar en la alegría definitiva de su Reino en el momento del juicio final.

Desde sus orígenes, la Iglesia se tomó en serio esta verdad, demostrando con obras que la dimensión caritativa fundamenta su identidad. Pienso en los relatos de los Hechos de los Apóstoles, en las numerosas iniciativas adoptadas por la primera comunidad cristiana para realizar las palabras de Jesús, dando vida a una Iglesia construida sobre cuatro columnas: la comunión, la liturgia, el servicio y el testimonio. Es maravilloso ver que, después de tantos siglos, el mismo espíritu impregna la Iglesia en Mongolia. En su pequeñez, esta vive de la comunión fraterna, de la oración, del servicio desinteresado a la humanidad que sufre y del testimonio de la propia fe. Precisamente como las cuatro columnas que sostienen el centro de la parte superior de las grandes ger, permitiendo que la estructura se sostenga y ofrezca un espacio acogedor en su interior.

Aquí estamos, por tanto, en esta casa que ustedes han construido y que hoy tengo la alegría de bendecir e inaugurar. Es una expresión concreta de ese hacerse cargo del otro en el que los cristianos se reconocen; porque donde hay acogida, hospitalidad y apertura a los demás se respira el buen olor de Cristo (cf. 2 Co 2,15). El gastarse por el prójimo, por su salud, sus necesidades básicas, su formación y su cultura, pertenece desde los inicios a esta vivaz porción del Pueblo de Dios. Desde que los primeros misioneros llegaron a Ulán Bator en los años noventa, sintieron inmediatamente la llamada a la caridad, que los llevó a hacerse cargo de la infancia desamparada, de los hermanos y hermanas sin hogar, de los enfermos, de las personas con discapacidades, de los presos y de quienes, en su situación de sufrimiento, pedían ser acogidos.

Hoy vemos cómo de esas raíces ha crecido un tronco, han brotado ramas y han crecido muchos frutos: numerosas y laudables iniciativas benéficas, desarrolladas en proyectos a largo plazo, llevadas adelante en su mayoría por los diversos Institutos misioneros aquí presentes y valorados por la población y las autoridades civiles. Por otra parte, fue el mismo gobierno mongol el que pidió la ayuda de los misioneros católicos para afrontar las numerosas emergencias sociales de un país que en ese tiempo se hallaba en una delicada fase de transición política, marcada por una pobreza generalizada. En estos proyectos están comprometidos hasta el día de hoy misioneros y misioneras procedentes de muchos países, que ponen al servicio de la sociedad mongola sus conocimientos, su experiencia, sus recursos y sobre todo su amor. A ellos, y a cuantos colaboran con estas numerosas obras de bien, se dirige mi admiración y mi más sentido “gracias”.

La Casa de la Misericordia se propone como punto de referencia para un gran número de acciones caritativas; manos tendidas hacia los hermanos y hermanas que tienen dificultad para navegar en medio de los problemas de la vida. Es una especie de puerto donde atracar, donde poder encontrar escucha y comprensión. Pero esta nueva iniciativa, que se agrega a tantas otras que sostienen las diferentes instituciones católicas, representa una versión inédita: aquí, en efecto, es la Iglesia particular la que lleva adelante la obra, con la sinergia de todos los elementos misioneros, pero con una clara identidad local, como genuina expresión de la Prefectura apostólica en su conjunto. Y me gusta mucho el nombre que han querido darle: Casa de la Misericordia. En estas dos palabras está la definición de la Iglesia, que está llamada a ser hogar acogedor donde todos pueden experimentar un amor superior, que mueve y conmueve el corazón; el amor tierno y providente del Padre, que nos quiere en su casa como hermanos y hermanas. Deseo entonces que todos puedan encontrarse en torno a esta realización, que las diversas comunidades misioneras participen en ella activamente, destinando personal y recursos.

Para que eso se realice es indispensable el voluntariado, es decir, el servicio, puramente gratuito y desinteresado, que las personas libremente deciden ofrecer a quienes lo necesitan; no en base a una compensación económica o cualquier otra forma de retribución individual, sino por puro amor al prójimo. Este es el estilo de servicio que Jesús nos ha enseñado al decir: «Han recibido gratuitamente, den también gratuitamente» (Mt 10,8). Servir de este modo parece una mala apuesta, pero al arriesgar se descubre que lo que se da sin esperar recompensa no es en vano; más bien, se convierte en una gran riqueza para el que ofrece tiempo y energías. La gratuidad, en efecto, aligera el alma, sana las heridas del corazón, acerca a Dios, desvela la fuente de la alegría y nos mantiene interiormente jóvenes. En este país lleno de jóvenes, dedicarse al voluntariado puede ser un camino decisivo de crecimiento personal y social.

Es además un hecho que, también en las sociedades altamente tecnologizadas y con un elevado nivel de vida, el sistema de previsión social por sí solo no es suficiente para suministrar todos los servicios a los ciudadanos, si no hay adicionalmente grupos de voluntarios y voluntarias que dediquen tiempo, capacidad y recursos por amor a los demás. El verdadero progreso de las naciones, en efecto, no se mide en base a la riqueza económica ni mucho menos a los que invierten en la ilusoria potencia de los armamentos, sino a la capacidad de hacerse cargo de la salud, la educación y el crecimiento integral de la gente. Quisiera, por tanto, animar a todos los ciudadanos mongoles, conocidos por su magnanimidad y capacidad de abnegación, a comprometerse en el voluntariado, poniéndose a disposición de los demás. Aquí, en la Casa de la Misericordia, tienen un “gimnasio” siempre abierto donde ejercitar sus deseos de bien y entrenar el corazón.

Por último, quisiera refutar algunos “mitos”. En primer lugar, aquel por el cual sólo las personas pudientes pueden comprometerse en el voluntariado. La realidad dice lo contrario: no es necesario ser ricos para hacer el bien, es más, casi siempre son las personas comunes las que dedican tiempo, conocimientos y corazón para ocuparse de los demás. Un segundo mito que se debe desmontar es aquel por el cual la Iglesia católica, que se distingue en el mundo por su gran compromiso en obras de promoción social, hace todo esto por proselitismo, como si ocuparse de los otros fuera una forma de convencerlos y ponerlos “de su lado”. No, los cristianos reconocen a quienes pasan necesidad y hacen lo posible para aliviar sus sufrimientos porque allí ven a Jesús, el Hijo de Dios, y en Él la dignidad de toda persona, llamada a ser hijo o hija de Dios. Me gusta imaginar esta Casa de la Misericordia como el lugar donde personas de “credos” diferentes, y también no creyentes, unen los propios esfuerzos a los de los católicos locales para socorrer con compasión a tantos hermanos y hermanas en humanidad. Y esta es la palabra “compasión”, capacidad de compadecerse con el otro. Este será el signo más hermoso de una fraternidad que el Estado sabrá custodiar y promover adecuadamente. De hecho, para que se realice este sueño es indispensable, aquí y en cualquier otro sitio, que quien posee la responsabilidad pública favorezca tales iniciativas humanitarias, dando prueba de una sinergia virtuosa para el bien común. Por último, un tercer mito a desenmascarar es aquel según el cual lo que cuenta serían sólo los medios económicos, como si el único modo para hacerse cargo de los demás fuera la contratación de personal asalariado y el equipamiento de grandes estructuras. Ciertamente, la caridad requiere profesionalidad, pero las iniciativas benéficas no deben convertirse en empresas, sino conservar la frescura de las obras de caridad, donde quien pasa necesidad encuentre personas capaces de escucha y de compasión, más allá de cualquier tipo de retribución.

En otras palabras, para hacer realmente el bien, lo indispensable es un corazón bueno, determinado a buscar lo que es mejor para el otro. Comprometerse sólo a cambio de una remuneración no es amor verdadero; porque sólo el amor vence el egoísmo y hace que el mundo avance. A este propósito, quiero concluir recordando un episodio relacionado con Santa Teresa de Calcuta. Parece ser que una vez un periodista, mirándola inclinarse sobre la herida maloliente de un enfermo, le dijo: “Lo que ustedes hacen es hermosísimo, pero personalmente no lo haría ni por un millón de dólares”. La Madre Teresa sonrió y le respondió: “Tampoco yo lo haría por un millón de dólares; ¡lo hago por amor a Dios!”. Rezo para que este estilo de gratuidad sea el valor agregado de esta Casa de la Misericordia. Por todo el bien que han hecho y que harán, les agradezco de corazón y los bendigo. Y, por favor, tengan también la caridad de rezar por mí. Gracias.

Libreria Editrice Vaticana / Rome Reports