Soledad, un recuerdo indeleble. Homenaje póstumo a una gran mujer

Tras la muerte de Soledad Londoño Mesa, fundadora y primera rectora del Colegio Gimnasio Los Pinares, su amiga de muchas correrías, María Adela Tamés, escribió un texto para que Medellín y Colombia conocieran esa mujer para la que la verdad siempre fue una consigna vital.

Soledad Londoño Mesa fue una de esos cientos de mujeres antioqueñas que hacen muchas, muchísimas cosas y no gastan tiempo de sus vidas para contarlas. Nació a principios del siglo pasado, en la ilustre familia antioqueña de Don Paulino Londoño, quien con un trabajo honrado y con el amor y apoyo infinito de su esposa, Doña Lucía Mesa, levantaron una familia de 18 hijos, donde para todos hubo un lugar destacado en nuestra sociedad. Sus hermanos ayudaron a la Iglesia con un trabajo profesional brillante y como verdaderos modelos de seglares cristianos entre los empresarios antioqueños que no solamente hicieron a Antioquia sino que la rehicieron –cuando la corrupción pretendió acabar con ella-.

Desde pequeña, Sol mostró una independencia de carácter rara en aquellas épocas. Contaba ella misma, desde los 12 años, tuvo la plena claridad de que nunca se casaría. Y aquí hay que decir que por su belleza y linaje, nunca le faltaron pretendientes. Tampoco quería ser monja; quería ser profesional y trabajar, deseo al que su padre se oponía. “Para sostenerla estoy yo”, decía con un deje de orgullo y de cariño paterno. Pero Soledad terminó por convencerlo y se graduó como Trabajadora Social, convirtiéndose en una de las primeras mujeres profesionales en Antioquia. Conociendo cómo era de emprendedora, su padre tampoco quiso que saliera a estudiar fuera del país, pues sabía que, si se iba, no volvería. Y de allí que para bien de muchas generaciones futuras de antioqueños, su larga vida de servicio siempre estuvo atada a su terruño natal. De manera profética su nombre sería su forma de vida: hasta los 90 años, cuando sufrió un accidente que le imposibilitó valerse por sí misma; vivió “sola” en su propio apartamento, pero acompañada constantemente de Dios, de sí misma, y de quienes en todo momento buscaron su consejo y su cariño. Su casa era la “salita continuada” de su servicio a los demás.

Por el año 1957 conocí a Soledad. Yo había llegado a Colombia unos tres o cuatro años antes, encargada con otras tres mujeres, por San Josemaría Escrivá de Balaguer, de comenzar a extender el espíritu del Opus Dei en Colombia.

Ilusionadas rompimos brecha; algo habíamos hecho en Bogotá y veníamos a Medellín sobre todo en busca de personas que comprendieran el mensaje de santificación por medio del ejercicio profesional. Había conocido en Bogotá a una prima de Soledad y ella la había llamado para que nos buscara y nos ayudara a comenzar la labor de Medellín. Pronto me di cuenta de la excepcional personalidad de Soledad y de su incansable capacidad para el trabajo, su creatividad y su sentido sobrenatural; todas sus cualidades parecían despiertas y preparadas para el servicio. Por aquellos tiempos creaba centros de ayuda social y bienestar para miles de personas que constituían un inmenso cinturón de pobreza alrededor de un Medellín pujante, rico y a veces un poco distraído en sus negocios, sus viajes y sus estudios. Pero para Soledad y sus hermanos estas gentes no pasaban desapercibidas y ayudando a la Iglesia, repartían alimentos y aprovechaban terrenos de su padre por algunos de estos barrios para construir y repartir viviendas.

Pronto hicimos una buena amistad a través de la cual Soledad descubrió el Opus Dei y escuchó con generosidad la llamada de Dios a esta vocación a la santidad. Intensificó su vida interior y fue asimilando el espíritu con que Dios, unos años antes había iluminado a San Josemaría para que fundara la Obra, el 2 de octubre del año 1928.

En 1964, en un viaje que hizo a Europa a acompañar a una enferma de la familia, Soledad conoció a San Josemaría en Roma. Conservo los escritos que me envió desde allí y comprendo al releerlos lo mucho que captó su mensaje. San Josemaría nos insinuaba que ya era tiempo para que comenzáramos la labor educativa en Colombia y yo pensé enseguida que podría ser en Medellín y con Soledad al frente.

Un grupo de padres de familia se reunieron para “soñar” con “Los Pinares”, el nombre escogido por Soledad misma. Años más tarde, bajo su dirección, cientos de familias se fueron sumando a las iniciales que habían confiado la educación de sus hijas a la laboriosidad, temple sobrio y de buen humor, de Soledad y su equipo original. Yo la asesoraba primero desde ASPAEN, una asociación que habíamos iniciado. Pasaron 10 años y todo fue progresando como sólo Dios sabe llevar sus cosas: el colegio adquirió un firme prestigio, llegaron todas las aprobaciones y reconocimientos tanto del Gobierno central como del departamental, y, sobre todo, Soledad había conseguido un serio respaldo en toda la comunidad estudiantil: los padres de familia la querían y confiaban en ella, las niñas la seguían y se llenaban de sus virtudes humanas.

¡Fue una maravilla lo que creó Soledad! Del Ministro de Educación, Soledad recibió la medalla Camilo Torres, categoría oro, concedida a los mejores educadores del país. Este y muchos más homenajes, los recibía con sencillez y sin vanidad alguna. Para ella el mayor premio era una carta de San Josemaría, un agradecimiento de los padres de familia y una mirada emocionada y cariñosa de sus profesoras o de sus alumnas.

Vendrían luego doce años de trabajo que compartimos, ella como directora administrativa y yo como directora académica del Colegio. La huella de sus años allí, estoy segura quedó grabada en lo más profundo del corazón de cada una de las alumnas y profesoras. Incansable, aunque ya por sus 70 años, se retiró para sacar adelante un centro de convivencias en la Ceja, Guaycoral, donde unas 100 personas pasan cada semana para un encuentro profundo con Dios.

Luego se dedicó a apoyar el Club Juvenil “Citará” y la residencia para empleadas del hogar. En fin, no acabaría nunca estas líneas si tuviera que escribir el nombre de todas las personas y familias a las que Soledad acercó a Dios y llenó de sentido sus vidas.

Y, al final, con las manos bien llenas, se nos fue. Y aunque nos duele de modo indecible el corazón, no tenemos más que reconocer que goza ya de un merecido descanso, que logró esa santificación por el trabajo que tanto deseó y que contempla el rostro misericordioso de ese Jesús al que ella tanto amó y sirvió.

Soledad siguió a cabalidad, lo que San Josemaría escribió en el primer punto de Camino:

Que tu vida no sea una vida estéril. —Sé útil. —Deja poso. —Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. —Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón.” (San Josemaría. Camino, Punto 1).

María Adela Tamés García // El Mundo