Ve y haz tú lo mismo (IV): Llamados a escuchar

En un mundo donde la comunicación es un valor en alza, al alcance de un clic, el verdadero diálogo puede ser cada vez más difícil de conseguir. También en esto los cristianos tenemos el ejemplo de Jesús, que sale al encuentro de quienes piensan distinto y acoge a las personas, por encima de desencuentros o errores.

Los Evangelios relatan varios de los diálogos de Jesús con distintas personas, aunque podemos imaginar muchos otros. Uno de los más conmovedores que se nos presentan es su conversación a solas con la mujer samaritana, junto a un pozo. Los apóstoles se asombran al regresar del pueblo al que habían ido a buscar comida y encontrar al Maestro hablando con una mujer, una que ha ido sola a por agua, a mediodía, en vez de acudir con las demás mujeres del pueblo en momentos más frescos. Ella misma está sorprendida de que Él le dirija la palabra, ya que, como explica el evangelista, “los judíos no se tratan con los samaritanos” (Jn 4, 9). En esta escena, Jesús nos enseña a interesarnos por todos. Con refinada ternura, la guía suavemente hacia la verdad. No ignora sus creencias erróneas o sus acciones pecaminosas, pero tampoco la condena, acusa o presiona. Reconociendo la fe que tienen en común y escuchando su explicación de lo que ella cree, simplemente responde dando testimonio de la verdad de la revelación y, sobre todo, de la dignidad y el valor que cada persona tiene a sus ojos.

Una conversación cara a cara

Tal vez hayas tenido una experiencia similar: ser escuchado y tomado en serio por alguien, incluso estando en desacuerdo. Quizás esa persona permitió que te expresaras y explicaras tu pensamiento, escuchando atentamente tu punto de vista, sin interrumpirte ni impacientarse. Tal vez hizo preguntas que, aunque eran desafiantes y claramente provenían de una posición distinta, estaban formuladas con verdadero respeto y genuino interés, demostrando así una escucha atenta.

Puede que te impactara su disposición a cambiar de opinión, a aprender de lo que tenías que decir; ver que una persona puede tener sus propias ideas y a la vez sostenerlas con humildad y una cierta gracia que invitan a un clima de mutuo respeto. No es que tu interlocutor no tuviera una opinión sobre el tema, o que cambiara su postura para coincidir con la tuya, sino que mostraba estima hacia tu persona: demostró que le importabas, incluso anque no te convenciera de nada más. Esta actitud puede incluso haberte dado nuevo ánimo, no solo para formar y expresar tus propios juicios, sino también para permitir que tus creencias sean confrontadas por las de otros. Al ser escuchado, te sentiste animado a escuchar a los demás. El verdadero diálogo es contagioso.

Quizás la discusión fuera sobre algo intrascendente, como, por ejemplo, si una serie en particular merece la pena. Eres un gran fan, pero con exquisito tacto la otra persona logró expresar delicadamente su desacuerdo sin que te sintieras insultado. O puede que haya sido sobre un tema más serio, de política o economía. Hay muchas formas válidas de organizar la sociedad: desarrollar y promover una posición en lo que podríamos llamar la esfera 'temporal' es signo de una madurez humana saludable, pero poder escuchar y aprender desde la posición de otros es aún mejor. Hay algunos problemas que trascienden lo temporal, como cuestiones religiosas o éticas. Si este fue el tema de conversación, entonces había una verdad objetiva en juego. Pero de alguna manera tu interlocutor no solo mantuvo un desacuerdo tranquilo, sino también una consideración reflexiva hacia lo que tenías que decir.

Sea cual sea el tema en cuestión, esta persona te comunicó la verdad más importante de todas: que eres importante, que tienes valor, que eres amado. “No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”[1]. El hecho de que cada persona es creada por amor es la primera verdad que todos estamos llamados a abrazar y la primera verdad que estamos llamados a compartir con los demás. Al hablar sobre esta hermosa realidad de la dignidad humana, la constitución Gaudium et Spes explica: “[El hombre] existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador”[2].

Diálogo: juntos hacia la verdad

El verdadero diálogo se establece cuando dos personas que hablan entre sí buscan la verdad. Cada uno tiene su propia perspectiva y experiencia, y aunque esto haya cuajado en una convicción fuerte, el diálogo no construye muros; al contrario, se caracteriza por la apertura al otro y el deseo de aprender de él. Esto se debe a que el diálogo genuino está motivado por el deseo de acercarse cada vez más a la verdad, y si es posible, con los demás.

No nos involucramos en el diálogo para defender nuestras opiniones o convencer a otros, sino para caminar juntos hacia la verdad. Como dijo el papa Francisco en el Día Mundial de las Comunicaciones: “Necesitamos resolver las diferencias mediante formas de diálogo que nos permitan crecer en la comprensión y el respeto. La cultura del encuentro requiere que estemos dispuestos no sólo a dar, sino también a recibir de los otros”[3]. Eso significa estar abiertos a recibir cualquier luz que pueda venir de la otra persona, bien porque contribuye positivamente a nuestro conocimiento, bien porque revela una grieta en nuestra postura de la que no éramos conscientes. “Y tratando de comprender a los demás, de entender sus puntos de vista, se descubren aspectos verdaderos que no se habían considerado, se afinan mejor las propuestas y, en definitiva, se hace uno más comprensible. Si, en cambio, el trabajo de comunicación ignora las preguntas o perplejidades del otro, el monólogo suplanta al diálogo”[4].

Curiosamente, el primer mandamiento, tanto en la ley judía como en la enseñanza de Jesús a los cristianos, comienza con un verbo imperativo que precede al propio mandamiento: “Escucha, Israel” (Dt 2, 4 y Mc 12, 19). El amor a Dios y el amor a los demás implican necesariamente abrir los oídos, estar atentos a la palabra de Dios y a las necesidades de quienes nos rodean.

Si la verdad misma es nuestro más alto motivo para el diálogo, nunca podemos descuidar una de las mayores verdades de todas: el amor de Dios por la persona con la que estamos tratando. Por mucho bien que esperemos hacer al convencer a alguien de la verdad sobre cualquier tema en particular, no podemos hacerlo a expensas de la verdad sobre su dignidad como persona. Independientemente de lo que esté en discusión, nuestro respeto hacia los demás no puede depender de que estén de acuerdo con nosotros. Nuestro modo de tratar a las personas dice más que cualquier argumento y debería hablar sobre su dignidad personal como hijos de Dios. “El ser humano debe ser respetado con devoción religiosa. Debemos tratarnos unos a otros con aquel sentido de temor reverencial que sentimos cuando estamos en presencia de lo sagrado, porque eso somos los seres humanos: seres creados a imagen de Dios (cfr. Gn 1, 27)”[5].

La responsabilidad de ser libres

Esta realidad de la dignidad humana es la base misma de la libertad, incluyendo la libertad de opinión y expresión, así como la libertad religiosa y de conciencia. Precisamente porque cada persona es creada por Dios como un individuo único, y también con su propia libertad humana, podemos discrepar unos de otros en lo que consideramos verdadero. Que de esta libertad resulte una gran diversidad de opiniones y enfoques sobre las cosas, evidencia que el ser humano es de alguna manera trascendente, y no está determinado por algún impulso básico o instinto que todos tengamos en común. “Cuando se comprende a fondo el valor de la libertad, cuando se ama apasionadamente este don divino del alma, se ama el pluralismo que la libertad lleva consigo”[6]. La diversidad es algo digno de celebrar en la medida en que es una expresión de libertad, porque la libertad misma es algo que debe ser amado y protegido.

Paradójicamente, esta libertad, que surge de nuestra dignidad humana, es una libertad que estamos obligados a usar por nuestra misma naturaleza, por estar “dotados de razón y de voluntad libre, y enriquecidos por tanto con una responsabilidad personal”[7]. Podemos y debemos tomar una postura en las muchas “cosas dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres […] por ejemplo, en relación a las diversas opiniones filosóficas, de ciencia económica o de política, a las corrientes artísticas y culturales, a los problemas de su vida profesional o social, etc.”[8]. En estas cuestiones, san Josemaría siempre animaba a los católicos a defender “la libertad personal que los laicos tienen para tomar, a la luz de los principios enunciados por el Magisterio, todas las decisiones concretas de orden teórico o práctico [...] que cada uno juzgue en conciencia más convenientes y más de acuerdo con sus personales convicciones y aptitudes humanas”[9].

Si bien esta es una libertad que todos disfrutan, pertenece de manera especial a los laicos, cuyas diversas vocaciones personales tienen en común la misión de santificar el mundo desde dentro. A los cristianos corrientes Dios nos habla a través de las circunstancias y relaciones de nuestra vida diaria, y compartimos esta verdad con los demás a través de nuestras conversaciones, amistades y trabajo, llevando así a Cristo a la cima de todas las actividades humanas. Sin embargo, estas actividades del ámbito secular, por su naturaleza, generalmente pueden llevarse a cabo de muchas maneras, y en la medida en que sean compatibles con la verdad, todas son igualmente válidas. “El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes”[10]. O, como le gustaba repetir a san Josemaría, “no hay dogmas en las cosas temporales”[11].

Donde sea que Dios nos haya colocado, podemos estar seguros de encontrar a muchas personas buenas, católicas o no, que proponen soluciones y enfoques diferentes, pero también legítimos, para promover el bien común. Por supuesto, esto no significa que debamos simplemente adoptar las ideas del prójimo sin pensar, o peor aún, no adoptar ninguna posición. Esto sería menospreciar nuestra propia libertad y privar al mundo de la contribución que podríamos hacer. Además, si no contribuimos a la gran diversidad de opiniones que están en línea con la verdad, aquellas que no aciertan pueden convertirse en las más ruidosas y populares. “Los hijos de Dios, ciudadanos de la misma categoría que los otros, hemos de participar sin miedo en todas las actividades y organizaciones honestas de los hombres, para que Cristo esté presente allí. Nuestro Señor nos pedirá cuenta estrecha si, por dejadez o comodidad, cada uno de nosotros, libremente, no procura intervenir en las obras y en las decisiones humanas, de las que dependen el presente y el futuro de la sociedad”[12]. Al mismo tiempo, aunque somos libres, y tenemos la responsabilidad personal de participar en los debates del mundo que nos rodea y establecer y promover nuestra propia posición, lo mismo es cierto para nuestro prójimo.

Libertad y error

Esta libertad tiene lugar en cualquier diálogo entre personas, incluso cuando la verdad está en juego. Tenemos la suerte de ser seres libres e inteligentes, y la “mala suerte” de que nuestra inteligencia es limitada, por lo que al afrontar cuestiones contingentes, difíciles, o que dependen del tiempo, espacio o sensibilidad humana el resultado es una amplia variedad de opiniones.

La libertad es lo que nos permite pensar que el helado de vainilla es mejor que el de chocolate, o que una república es mejor que una monarquía. Sin embargo, también nos permite creer en algo objetivamente falso, como que la venganza está justificada o incluso que Dios no existe. La ignorancia y el error pueden tener el uso de la libertad en su raíz, ya que podemos hacer mal uso de este gran regalo. En este caso, sin embargo, las diferencias sobre lo que sabemos y creemos no son solo una expresión de libertad, sino que también pueden ser una manifestación de la limitación humana y a veces del pecado. Por eso no es la diferencia en sí misma lo que amamos, sino la libertad. ¿Deberíamos realmente defender la libertad incluso cuando sabemos que podría llevar al error e incluso al pecado? De hecho, Dios mismo ha amado nuestra libertad hasta tal punto que nos da la libertad incluso aunque nos aferremos voluntariamente al error.

Es importante distinguir que la esencia de la libertad no consiste en la posibilidad de equivocarse. Podríamos incluso caer en la tentación de hacer lo opuesto a lo que sabemos que es bueno, en un intento de afirmar nuestra independencia. Sin embargo, la verdadera libertad es aquella que encuentra la verdad y actúa en consecuencia. Lo contrario sería caer en ataduras que nos incapacitan para ver, elegir y disfrutar con lo verdadero y bueno.

Por tanto, amar y defender la libertad de cada persona –no solo para tener una opinión que no compartimos, sino también para aferrarse a una creencia errónea– no es lo mismo que amar o defender el error en sí mismo. El relativismo moral es fingir que no hay verdad y por lo tanto lo que uno piensa no importa realmente, o que todo lo que uno considera verdadero es igual y lo que importa es que uno lo piensa. Podríamos estar tentados a pensar que lo caritativo ante las diferencias es ser indiferente, adoptar la actitud de “tú tienes tu verdad y yo tengo la mía”. Pero la verdadera caridad nunca es indiferente. La caridad busca el bien del otro. Sabe que el respeto es el único camino para que cada uno pueda llegar a la verdad, y que la meta es gozar juntos de la libertad que nos da conocer y amar a Dios.

Porque los demás nos importan, no solo queremos acercarnos cada vez más a la verdad, sino que también queremos esto para ellos. Sabemos que la verdad los hará aún más libres (cfr. Jn 8, 32). Y así, sin negar la libertad de los demás, estamos dispuestos a hacer lo que podamos para ayudarlos, siempre abiertos a recibir ayuda de su parte también. “La verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante una libre investigación, sirviéndose del magisterio o de la educación, de la comunicación y del diálogo, por medio de los cuales unos exponen a otros la verdad que han encontrado o creen haber encontrado, para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad; y una vez conocida ésta, hay que aceptarla firmemente con asentimiento personal”[13]. Por nuestra dignidad humana, cada uno de nosotros es libre en la búsqueda de la verdad, y lo que elijamos creer es nuestra propia elección libre, pero dependemos unos de otros, del diálogo y de comprometernos y acompañarnos libremente en la búsqueda.

Hijos de Dios

Comentando las palabras de Jesús: “La verdad os hará libres” (Jn 8, 32), San Josemaría amplió: “¿Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré [...]: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. [...] No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima”. Esta es nuestra identidad fundamental, más profunda que la posición que establecemos sobre cualquier tema. Sin importar cuán diferentes sean nuestras opiniones, esto también es cierto para nuestro interlocutor. Podemos vivir y transmitir esta verdad cuando participamos en el diálogo en el espíritu que Cristo nos ha enseñado.

Así, nos vamos identificando con Cristo, quien, por ser Dios, era infinitamente libre. No porque pudiera elegir el mal, sino porque disfrutaba del bien. También los ángeles y los santos nos han precedido en este camino de libertad. Cada uno desde su carácter, sus gustos e intereses, su trabajo, su época… unidos en el amor a Dios y a los demás.

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Es posible que hayas tenido la experiencia de alguien que se negó a escucharte. O dio la impresión de escuchar, aunque impacientemente, mientras que en realidad estaba ansioso de que dejaras de hablar, preparándose como un león a punto de atacar para destrozar cada uno de tus puntos, uno por uno. Tal vez notaste que tus instintos entraron en juego, se aceleraron tus latidos y te aumentó la tensión en el pecho. Sentiste la urgencia de gritar y defender tu posición. Quizás tu interlocutor fue realmente agresivo o hizo del asunto algo personal. Probablemente lo último que te apetecía hacer era ser comprensivo. Pero la caridad requiere comprensión en todas las circunstancias, una comprensión que comunica el amor de Dios. Si sientes que esto está más allá de ti, tienes razón. “Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo” (Lc 6, 32-33). Dialogar con aquellos que piensan como uno mismo, escuchar a aquellos que nos escuchan, es natural. Pero a veces ser comprensivo es realmente sobrenatural, un testimonio de Dios actuando en nosotros como sus instrumentos, trayendo su ternura y afecto, “porque Él mismo es bondadoso con los malvados y desagradecidos” (Lc 6, 35). Es tratando a los demás según su dignidad como hijos de Dios que nosotros mismos seremos “hijos del Altísimo” (Lc 6, 35).


[1] Benedicto XVI, Homilía en la misa de inicio del ministerio petrino, 24 de abril de 2005.

[2] Gaudium et Spes, n. 19.

[3] Mensaje del Santo Padre Francisco para la XLVIII Jornada Mundial de las Comunicaciones, 1 de junio de 2014.

[4] Fernando Ocáriz, Discurso en la clausura del XI Seminario Profesional de Oficinas de Comunicación de la Iglesia, 19 de abril de 2018.

[5] Conferencia episcopal estadounidense, Justicia económica para todos, 1986, n. 28.

[6] San Josemaría, Conversaciones, n. 98.

[7] Dignitatis Humanae, n. 2.

[8] Conversaciones, n. 12.

[9] Idem.

[10] Gaudium et Spes, n. 75.

[11] “Las riquezas de la fe”, ABC, Madrid, 2 de noviembre de 1969.

[12] “Las riquezas de la fe”, ABC, Madrid, 2 de noviembre de 1969.

[13]Dignitatis Humanae, n. 3.

Stacey Hope-Bailie